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El resurgimiento de la OTAN
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esde el final del Pacto de Varsovia y la caída del Muro de Berlín, la OTAN ha intentado reinventarse y adaptarse a una nueva realidad geopolítica en la que la trascendencia del vínculo transatlántico parecía superada. El presidente francés, Emmanuel Macron, aseguró en 2019 que la Alianza Atlántica se encontraba en muerte cerebral y que Europa debía comenzar a actuar como una potencia mundial con autonomía estratégica, ese concepto de moda en Bruselas que un día sirve para hablar de la política industrial, otro de la energética y casi siempre de la defensiva.

La estampida de Afganistán el verano pasado por parte de EU y sus socios de la OTAN reforzó la idea europea de la necesidad de fortalecer los marcos propios de seguridad al margen de la Alianza Atlántica. Ahora, con soldados rusos invadiendo Ucrania y con Moscú amenazando tácitamente con el uso de armas nucleares, la OTAN vive un resurgimiento, vuelve a tener un propósito y un nuevo sentido existencial. Y en Bruselas a algunos este contexto les ha pillado con el pie cambiado.

Porque, si la invasión rusa de Ucrania ha servido para algo, ha sido para disipar cualquier veleidad europea de actuar al margen del paraguas de la OTAN, que se ha reafirmado como garante de la seguridad europea. Lo que significa en la práctica subordinar la defensa colectiva europea a EU. Ningún Estado miembro cuestiona en estos momentos las relaciones con la OTAN y nadie ha vuelto a plantear la creación de una fuerza europea autónoma fuera de la Alianza Atlántica, que vive una ampliación sin precedente con la petición de entrada de dos países neutrales como Suecia o Finlandia. Una decisión que el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, dijo se trataba de un paso histórico. Y es que Suecia y Finlandia habían construido hasta ahora su política de seguridad en torno a la no participación en alianzas militares. Tres meses de guerra han cambiado décadas de política de Estado. O más bien habría que decir han acelerado un cambio que venía fraguándose desde hace tiempo, pero siempre en torno al mismo conflicto.

Porque desde la caída de la Unión Soviética, tanto Suecia como Finlandia habían ido aumentando paulatinamente su cooperación militar con la OTAN, especialmente desde la anexión rusa de la península de Crimea, en 2014. Pero la invasión en Ucrania lo ha cambiado todo, decantando a la opinión pública hacia la incorporación de ambos países en la Alianza Atlántica. Según una encuesta de marzo, 57 por ciento de los suecos aprobaba la membresía a la OTAN, la primera vez en la historia que la mayoría del país optaba por posicionarse claramente en favor de un bloque militar. En Finlandia, donde la opción de unirse a la OTAN jamás había alcanzado más de 30 por ciento de aprobación de la población, a semanas de la invasión a Ucrania la opinión pública dio un giro dramático alcanzando 76 por ciento favorable.

De concretarse esta ampliación de la OTAN, supondría un cambio en el tablero geopolítico internacional con implicaciones futuras. No podemos olvidar que Finlandia comparte mil 300 kilómetros de frontera con Rusia. De esta forma, sumando a los nuevos socios nórdicos, además de acabar con su neutralidad y aumentar notablemente el potencial militar de la OTAN, la Alianza cerraría definitivamente el Báltico. De hecho, estamos asistiendo estos días al entierro definitivo de la finlandización como concepto de neutralidad en plena guerra fría, que paradójicamente hoy vuelve a reclamarse como estrategia de descompresión y alternativa para Ucrania en un hipotético acuerdo de paz con Rusia.

La entrada de Finlandia tiene una importancia no sólo material y estratégica, supone también una victoria política de hondo calado para la OTAN, acabando con los pocos países europeos que habían hecho de la neutralidad ante los bloques militares una política de Estado y podía servir de ejemplo incómodo de que otra manera de estar en el mundo fuera de la política de bloques era posible sin que ello tuviese consecuencias sobre la seguridad o el bienestar de los hasta ahora no alineados.

La invasión de Ucrania se está convirtiendo en un trauma que promete reconfigurar el futuro de Europa. Un cambio de paradigma en la defensa y en su relación con Rusia, su vecino nuclear. Donde las élites europeas y el imperialismo estadunidense utilizan esta guerra como momento de reordenación capitalista e imperialista en el contexto de un desorden geopolítico global y de crisis ecológica que agudiza la disputa por los recursos.

La invasión ha permitido cohesionar a la opinión pública de la UE sobre la base de un fuerte sentimiento de inseguridad ante las amenazas externas, legitimando el mayor aumento del gasto militar desde la Segunda Guerra Mundial. A la vez que ha permitido a la OTAN diluir toda veleidad de independencia política de la UE mientras recupera una legitimidad y una unidad perdidas tiempo atrás, especialmente tras el fracaso de la ocupación de Afganistán. Porque, más allá de apreciaciones de táctica militar, lo que está fuera de duda es que los ganadores hasta ahora de la invasión rusa de Ucrania son el imperialismo estadunidense, el militarismo de la UE y las empresas que fabrican muerte. Y los principales perdedores, como siempre, los pueblos, en este caso el ucranio.

Ante la deriva militarista y belicista que azota a Europa, y pese al ambiente macartista de intimidación intelectual y de demagogia belicista, algunas personas hemos decidido levantar la bandera de una tradición socialista que ha luchado siempre por la paz y contra los imperialismos, vengan de donde vengan. Las fuerzas transformadoras debemos tomar una posición activa con agenda propia, que rechace sin ambigüedades el proyecto político imperial de la oligarquía rusa y la autocracia putinista, pero también la agenda militarista de la OTAN y de los dictados imperialistas de Washington. Ahora mismo Putin es el problema, pero la OTAN no es la solución. Nuestra fidelidad siempre estará con los pueblos, nunca con los bloques militares.

* Eurodiputado