Opinión
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Mi vida contable
H

ace una semanas me contaron de un periodista que cuando se queda de ir a tomar un café con alguien calcula previamente si el encuentro le dejará algún beneficio económico y si no es así, cancela. Me costó esfuerzo tratar de entrar en la cabeza de alguien para quien cada segundo de su día debe ser traducido en dinero. Hasta donde pudo mi imaginación llegar fue a que ese periodista se veía a sí mismo como un negocio y su vida como contabilidad. Un soldado del cálculo. Me detuve cuando empecé a tratar de imaginarme su vida amorosa.

Fue Max Weber quien observó que la militarización no era usar soldados, sino organizar una sociedad con base en las órdenes, las jerarquías y las disciplinas de un ejército. La militarización es vigilar, como en la dictadura de Franco en España o la de Pinochet en Chile, que no se reúnan en público más de tres personas. En la Alemania de Bismarck, a finales del siglo XIX, Weber estudió cómo las fábricas, las oficinas burocráticas, las escuelas, y los relatos de la vida personal se iban transformando en la racionalidad de la estrategia, táctica, campaña, vencer o morir. De hecho, advirtió que, como parte de esa militarización de la vida cotidiana, estaba el que la sociedad civil no fuera consciente de que pensaba como soldado. El término eficiente proviene de los ejércitos y llegó a significar algo positivo para las empresas y los gobiernos: el tiempo racionalizado, la velocidad a la que se produce, el resultado por encima de los medios que se usen para alcanzarlo, la inmediatez de lo que significa ser ganador o perdedor. La semana como batalla. La vida como guerra.

No parece aventurado suponer que esa jaula weberiana pasó del ejército a las empresas y encontró su cobijo final en la mente individual, que vive sumida en la ficción de ser emprendedor, es decir, de que su vida entera sea un negocio. Si vemos a nuestro alrededor, la idea del dueño de empresa, como general de un ejército que es su compañía, no existe más: el paso a los accionistas y a los fondos de inversión hizo que los flujos de dinero y sus decisiones se hicieran anónimos y casi indiferentes a las consecuencias para sus trabajadores y el medio ambiente. La idea misma de utilidad ha sufrido a favor de la más atractiva subida del valor de las acciones. Así, se pueden tener empresas que, sin producir ganancias, generan acciones por los cielos. Ese fue el caso con los contratos de exploración petrolera durante el peñanietismo que se hicieron ricos sin sacar una sola gota de combustible. Pero, curiosamente, lo que produce el desvanecimiento de las compañías como las conocimos en el siglo pasado, es su afianzamiento, más como ficción que como realidad, en la vida personal.

Hay un documental que ejemplifica para mí la tragedia de la vida como negocio. Se llama Lula Rich y cuenta la historia de unas amas de casa que venden leggings. Creen apasionadamente en la ilusión de que su esfuerzo y ahorros pueden emular a quien les suministra la ropa deportiva, el matrimonio californiano Stidham que,como todos los embaucadores, tiene una historia de vida de aspiraciones: dicen cómo su negocio comenzó en la cajuela de un coche y, al cabo de unos cuantos años, tenían un negocio que valía casi 2 mil millo-nes de dólares. Por supuesto, el drama de las amas de casa es endeudarse y hasta perder sus casas hipotecadas, para tratar de cumplir con los requerimientos de una estafa piramidal en la que, salvo los que están arriba, nadie puede ganar, sólo perder. Esto se debe a que en las estafas piramidales no se trata de vender más, sino de reclutar más. Así, en el caso de los leggings, 0.01 por ciento de las de hasta arriba ganaban 130 mil dólares mensuales mientras que el resto perdían dinero. La estafa tuvo los contenidos de nuestra modernidad empresarial: negocios familiares, uso del Instagram para vender, imponer una tendencia de usar ropa deportiva en las oficinas, un discurso vanamente feminista de empoderamiento a través de la extenuación laboral y hasta la idea de las cirugías gástricas en Tijuana para tener una mejor imagen corporal. Al final, la estafa que llega a tener 90 mil vendedoras termina por parecerse a un ejército o a una secta religiosa: las órdenes bajan y deben cumplirse sin aceptar ni interpretaciones ni disidencias.

No hay por qué evitar pensar en la vida que se nos propuso desde el neoliberalismo con el ejemplo del 0.01 por ciento de sus beneficiarios. Como se les ordenaba al resto de las vendedoras que no lograban alcanzar sus resultados, todo estaba en ponerle más esfuerzo, más horas de trabajo, más inversión, y lo demás vendría un día, el día de la derrama económica. La idea de la postergación de la satisfacción no era para los de arriba, el matrimonio Stidham y sus secuaces, que organizaban fiestas masivas donde cantaba Katy Perry y se les daba a las explotadas amas de casa una probada de la abundancia a la que jamás podrían acceder. Y, como en casi todos los casos de explotación extrema de la idea del negocio familiar, la compañía de leggings, LuLaRoe, no cerró ni fue castigada por la justicia. Ahí sigue. Pero lo que me maravilla es que no sólo existió por la ambición desmedida y la falta de escrúpulos de sus creadores, sino porque hubo casi 100 mil mujeres blancas y suburbanas de Estados Unidos que creyeron en una vida de pronto encantada por la idea de la ganancia y el valor de ellas mismas como algo que puede caber en una hoja de cálculo.