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¿La fiesta en paz?

Escoja su prohibición // Embestidas concertadas //Frívola autorregulación

U

n inolvidable maestro, luego de informar que la Estatua de la Libertad había sido un regalo del gobierno de Francia al pueblo estadunidense en conmemoración del centenario de su Declaración de Independencia en 1886, y como símbolo de amistad entre ambas naciones, añadía: falta erigir en la costa oeste de Estados Unidos la Estatua de la Responsabilidad, menos seductora que la libertad pero principal sustento de ésta. Hoy, en medio de la confusión, unos invocan la libertad para promover su fiesta de toros, otros recurren a su libertad para seguir acudiendo a esa fiesta, y otros más hacen uso de su libertad para demandar que esta sea prohibida. Con tanto libertario van a faltar formularios.

A uno le parece urgente prohibir la repavimentación de los cráteres lunares que se extienden a lo largo y ancho del país en calles, avenidas y carreteras porque sólo es otro negocito de los burócratas en turno y no una solución siquiera a mediano plazo; otro decide que se prohíban las manifestaciones en la vía pública pues lejos de resolver problemas los aumentan a la ciudadanía motorizada; uno más solicita que se impida a toda mujer embarazarse, ya que a su falta de preparación añade su caos existencial; alguien propone la prohibición a que los animales sintientes se apareen, pues sus defensores no se dan abasto con los cientos de miles de productos que a diario son sacrificados, sea por otras especies sintientes o por los pensantes que aún no logran ser vegetarianos, veganos o frutianos, y no faltan los que exigen que se prohíba la fabricación de condones, pues interrumpen el flujo natural de la vida al sabotear el sentido trascendente de la sexualidad humana.

En cambio, un artículo de Claudia Sheinbaum publicado en La Jornada en septiembre pasado, entre otras cosas decía: La memoria histórica que buscamos preservar no puede ni debe ser solamente una visión mitificada. El silencio histórico es una forma de violencia que somete, aniquila y determina un presente. El silencio histórico se vuelve un ancla que invita a la complicidad y dificulta el cambio. Incluidos los animales, a los que el humanismo falso atribuye cualidades o excelencias que nomás no poseen.

Romper ese silencio asusta a los espíritus chiquitos y a los proyanquis que se quieren compasivos. La fiesta de los toros, doña Claudia, no es invención de España o de Hollywood, sino herencia de las antiguas civilizaciones mediterráneas y su culto a la milenaria deidad táurica, con 496 años en la Ciudad de México. Por eso el inadvertido juez Jonathan Bass de los jusjus (el ignoto grupo Justicia Justa) pospuso la audiencia donde se decidiría −¿con qué conocimientos?− la suspensión de eventuales festejos en lo que va quedando de la Plaza México.

De pronto, alguien tronó los dedos y desde su elevada jerarquía puso a bailar en coordinada danza a los enanos, disfrazados unos de tiernos gobernadores −llegando, vetando y dividiendo−, otros de sensibleros jueces o visionudos congresistas, unos más de alcaldes que no ven ni oyen, e incluso algunos de sesudos investigadores, con la ciencia compasiva por delante y el pensamiento único por detrás, en conmovido Coloquio Latinoamericano sobre Turismo y Animales, en el Instituto de Geografía de la mismísima UNAM.

Toda esta alharaca seudohumanista también es consecuencia del deficiente aprovechamiento de los cosos por parte de las empresas y de su desinterés y el de sus voceros por haber tendido, hace años, puentes más eficaces entre la añeja tradición tauromáquica como patrimonio cultural de México y la alelada sociedad donde esa tradición está inmersa.