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La austeridad que enferma
L

a austeridad, como la han entendido y aplicado los dirigentes financieros del mundo, mata. Asfixia ánimos y alientos, también puede llegar a afectar decisivamente la vida de muchos ciudadanos que dependen vitalmente de las transferencias y otras actividades del Estado. Deteriora progresivamente todos los ámbitos de la vida en comunidad, desde renglones fundamentales como lo son los sanitarios y educativos, hasta la cohesión política y social.

Así ha sido a lo largo de la historia y no tiene por qué ser diferente, aunque el Presidente y su gobierno eleven alabanzas a la fortaleza del pueblo y decidan transitar de la austeridad republicana a la pobreza franciscana. La sentencia ha sido dictada.

Hace unos días fuimos informados de la triste realidad de nuestra pobreza salarial, corresponda o no a las categorías en uso por el Coneval y los estudiosos de la pobreza y sus extremos. Somos una sociedad de ingresos bajos y muy bajos, pero no por ello la desigualdad que nos ha acompañado a lo largo de nuestra evolución se ha podido abatir. Todavía sin poder recuperar del todo el paso al que nos obligó la crisis sanitaria, vuelta económica, estamos ahora en el peor de los mundos posibles, o casi.

Desde ningún mirador esta triste realidad puede ser motivo de celebración. Hasta hace poco muchos pensábamos que reducir en serio, con rigor y con políticas y estrategias integrales esas lacras de nuestro desarrollo extraviado era el objetivo principal de un gobierno que postulaba la necesidad de una cuarta transformación de la vida nacional. De su régimen político y de los mecanismos económicos básicos que gobiernan la distribución del ingreso y en general de los frutos del progreso. Nada de eso ha ocurrido, salvo para quedarse atorado sin cambiar un ápice y debido a ello para empeorar la circunstancia de injusticia y desprotección social que nos ha marcado.

Sin ser una excepción, la desastrosa cuestión social de nuestro país no se corresponde con el tamaño de la economía, mucho menos puede justificarse aludiendo a requerimientos primarios de acumulación de capital. La combinación de altas y medias tecnologías con pobreza y desprotección salarial sólo habla de debilidades políticas del Estado, de las organizaciones gremiales y de una opinión pública un tanto omisa, aunque la viva cotidianamente.

Es difícil saber si esta circunstancia derivará en una crisis social y política, pero es necesario seguir insistiendo en que esa perspectiva no es un invento de cabezas calientes y arcanas, y que al no asumirla, la política democrática produce y reproduce pequeñas y grandes fallas que merman legitimidad al sistema político democrático apenas estrenado. El tamaño y la edad media de nuestra comunidad permiten imaginar una sociedad madura, pero los datos y cifras que la retratan nos dicen lo contrario. Y esto representa un serio desafío político y de comunicación social para todos quienes buscan dirigir o modular los rumbos del Estado.

No hay democracia sin inclusión social y generación de valores de igualdad que van más allá del verbo democrático primario referido al valor de las urnas y las elecciones; tampoco sin valorar la importancia de aquel principio de simpatía del que Adam Smith hablaba, que permite que los otros dejen de sernos ajenos, principio que actúa como cemento que cohesiona a una sociedad.

En todo caso, no se vale faltarle el respeto amenazándola olímpica y festivamente con nuevos recortes al gasto público. Del que dependen en mucho las sobrevivencias de millones.