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El mono enamorado de Lizalde
L

a herida del siniestro ocaso del 2 de octubre en Tlatelolco no cesaba de sangrar cuando volvimos a las aulas de la universidad en 1969. Éramos como jóvenes envejecidos de súbito que ya no ríen en forma cristalina. En la Facultad de Filosofía y Letras no faltaban estudiantes que sólo cruzaban miradas de reojo. El miedo era latente. También las complicidades. Sobre todo, en una especie de ancho pasillo que sobrevolaba los jardines, galería entre vidrios iluminados por el día, al cual se llamaba el aeropuerto porque profesores y alumnos aterrizaban ahí. Una especie de escala para cargar combustible con los encuentros y un breve o largo intercambio de palabras.

Ahí, me cruzaba a menudo con un hombre alto, delgado, con apariencias de seriedad, pero siempre sonriente al ver un conocido. Yo debo habérmele vuelto conocida de tanto verme pasar. Nuestro diálogo, al principio limitado a un buenos días, está nublado, hace calor, se fue alargando con los encuentros. Una mañana, entre confidencia y confianza, me dejó hojear las páginas de un manuscrito titulado: El tigre en la casa. Me sentí extraviada en mis propios sentimientos. El deslumbramiento debe haber grabado en mí, desde ese momento, los versos de imposible olvido que repetí muchas veces más tarde: “Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses (…) un amor capaz de convertir al sapo en rosa…” Amor transgresor del mismo amor, la violencia irrumpe en su seno y arranca las máscaras que el amor pone. El beso podrá transformar a la bestia en príncipe, efímera visión, pero transforma también al enamorado: Que tanto y tanto, una vez más, y tanto, / tanto imposible amor inexpresable / nos vuelva tontos, monos sin sentido.

Lizalde me habló de sus dificultades para encontrar un editor. Una epifanía tarda siempre en ser comprendida: manifestación y revelación inesperada, divina o no, se eleva por encima del espíritu mismo de donde brota. El tigre en la casa abría otras puertas de la poesía con su novedad deslumbrante y su furia ciega.

Los miércoles, después de la reunión semanal en el Centro de Escritores Mexicanos, a donde asistí entre 1969 y 1970, Salvador Elizondo me invitaba a su departamento en el Parque México. Muchas veces, Margarita Villaseñor, admiradora de la obra de Salvador, venía a visitarlo cuando pasaba por la Ciudad de México. Margarita dirigía en ese entonces las ediciones de la Universidad de Guanajuato. Aproveché para hablarle de El tigre en la casa recitando algunos de sus versos. Elizondo apoyó mi idea y, en 1970, la Universidad de Guanajuato publicó la primera edición de esta obra que sería reditada muchas veces por otras editoriales.

Años más tarde, me tocó ver de espaldas a una mujer escultural que subía una escalinata sostenida por el brazo de un hombre poco más alto que ella. Me adelanté a la pareja y pude observarla durante un buen momento sin ser vista por la mujer ni por el hombre, pues sólo tenían miradas uno para otra, otro para una, entre ellos. Reconocí a Andrea Huerta y a Eduardo Lizalde. Parecía que nada podría interrumpir esas miradas. No pude dejar de sonreír: daba gusto mirarlos.

Los visité algunas veces, durante mis viajes a México, en su casa de Micrós. Platicábamos más de ópera que de poesía. Gran melómano, Eduardo no temía seguir con su voz el canto de uno u otro tenor.

Hace unos cuantos años, de paso por la Ciudad de México para presentar Calzada de los misterios (publicada por el Fondo de Cultura Económica), asistí a una gigantesca comida en los jardines de esta editorial. De pronto, mientras saludaba a varias personas no vistas desde hacía buen tiempo, sentí el peso luminoso de una mirada. Era la de Eduardo Lizalde. Se levantó de su mesa para invitarme a sentarme a ella. Nos dimos un abrazo, agradecí la invitación y me dirigí a la parte destinada a los fumadores. Encontré un lugar en la mesa donde estaba Andrea Huerta. No, las coincidencias no existen, sólo los azares del implacable destino.