Opinión
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Mar de Historias

Piezas de un bazar

E

l espacio resulta insuficiente para la cantidad de objetos acumulados en el Bazar de Lys. Ocupa un local profundo, algo sombrío, que por ser de una sola planta se pierde entre los edificios departamentales construidos en los alrededores. En la entrada hay un mostrador pequeño tras el que se encuentra Marina, la responsable del negocio en ausencia del dueño, y desde allí observa cómo se maquilla Lénika, la empleada de reciente ingreso, junto al aparador donde se exhiben antiguas Barbies y otras muñecas.

Marina: –Ya casi son las ocho. ¿Vienen por ti?

Lénika: –¿Quién?

Marina: –No sé, alguien: una amiga, el joven que vino la otra noche.

Lénika: –¿Élmer? Lo dejé: era bien tóxico, celoso. A cada rato me quitaba el celular para saber con quién había estado hablado. Hombres así no convienen, y por eso mejor le dije baibai.

Marina: –Qué bueno que te diste cuenta a tiempo. (Sonríe.) Cuando veo con qué ganas te arreglas se me antoja pintarme, pero como no sé...

Lénika: –El día que quieras, te enseño. Me gusta mucho todo lo de la belleza. Si por mí fuera, seguiría trabajando en la estética, pero con eso del covid, la dueña tuvo que cerrarla. Menos mal que rápido encontré chamba.

II

Marina: –Ya cumpliste tu primera semana aquí. ¿Cómo te has sentido?

Lénika: –Bien, aunque me parece un poquito... No sé, como que no se nota mucho movimiento. Los días han estado flojones. Hoy, por ejemplo, tuvimos muy pocos clientes y todos entraron nada más a ver o a vendernos alguna cosa, pero ninguno compró.

Marina: –Es que ahorita casi toda la gente anda mal de dinero o está desempleada, y para medio salir adelante no les queda más que rematar lo poquito que tienen. A veces, cuando cerramos el trato, algunas personas me cuentan cómo le hicieron para comprar que su máquina, que el sillón, que la herramienta y, sin embargo, a pesar de todos sus sacrificios, ya nada de eso es suyo. Te juro que al oírlos siento feo, vergüenza.

Lénika: –Oye, amiga, como que sabes mucho de este negocio. ¿Cuánto tiempo hace que trabajas en esto?

Marina: –El 16 de junio cumplo veinte años.

Lénika (con ojos desmesurados): –¿En serio? No lo creo.

Marina: –Yo tampoco. Cuando llegué vine decidida a quedarme sólo mientras conseguía algo en una oficina o un despacho, pero ya ves: sin darme cuenta me fui quedando. (Escucha un trueno.) ¿Oíste? Se me hace que va a caer un tormentón de aquellos.

Lénika: –Ya está empezando a llover. Creo que mejor me espero a que pase el agua, porque si hay algo que me pudre es andar con la ropa mojada.

Marina: –Baja un poquito la cortina para que no entre el agua. Si nos inundamos va a ser un relajo que no veas. ¡Apúrale! Yo voy a cerrar la ventana de la bodega.

III

Apoyada en la pared, cerca de la puerta, Lénika ve caer la lluvia torrencial, en tanto Marina se ocupa de revisar el contenido de la caja registradora.

Lénika: –¿Piensas quedarte todavía más tiempo?

Marina: –No, en cuanto deje de llover me voy.

Lénika: –Hablo del trabajo.

Marina: –Creo que voy a seguir en esto. Me gusta mucho mi trabajo, aprendo, me divierte y hasta me emociono.

Lénika: –Comprar cosas usadas y viejas para venderlas después, ¿te emociona? Explícamelo, porque no te capisco.

Marina: –Por la gente. Quienes llegan aquí son personas algo especiales. No vienen porque necesiten comida o algo para la casa, sino por simple curiosidad o para hacerse las ilusiones... Mira, poquito antes de la pandemia, una señora que pasa de vez en cuando por aquí, quiso que le apartara unas cortinas drapeadas, preciosas, que había visto en el aparador. Cuando volvió a recogerlas, mientras se las envolvía le dije que de seguro iban a lucir mucho en un ventanal de su casa. Me contestó riéndose que alquilaba una casa de interés social con dos ventanitas. Por el momento no había dónde colgar las cortinas, pero la ilusionaba tenerlas para cuando pudiera cambiarse a otro lugar más grande.

Lénika: – Sorry, pero creo que esa señora es una mensa, por no decirle otra cosa.

Marina: –La gente tiene todo el derecho del mundo a soñar y a querer sentirse mejor. Si unas cortinas viejas le sirven para eso, ¡pues adelante!

Lénika: –A ver si entendí: ¿los clientes vienen para hacerse las ilusiones de algo?

Marina: –Por eso, y también por el gusto de ver cosas bonitas, raras, o para buscar algo que es parte de sus obsesiones. Hace tiempo estuvo viniendo casi a diario un señor para pedirme que le consiguiera un busto o una estatua de Napoleón, porque lo admiraba muchísimo.

Lénika: –¡Pues cómo no! Es de mis compositores predilectos. Te juro que cuando oigo Vive, y sobre todo si es él quien la canta, me pongo toda romántica.

Marina: –Ay, Lénika; tú sí que de veras... La estatua que el cliente quería era la de otro Napoleón.

Lénika: –¿Hay otro?

Marina: –Pues sí, claro: el que sale en los libros de historia y todo eso.

Lénika: – Oquei, oquei, sorry. Bueno, ¿y le conseguiste la estatua?

Marina: –Me tardé un poquito, pero lo hice. Cuando se la entregué, al verlo tan emocionado, por poco se me salen las lágrimas. Muy lindo, muy amable, me dio las gracias como mil veces y me prometió volver cuando necesitara algo especial, ¡pero nada! Era un hombre chaparrito, trajeado, con cuerpo como de boxeador y parecidísimo a Luis Aguilar; tanto que cuando lo veía pensaba que era el mismito Gallo Giro. Actuó siempre muy bien, y más en A toda máquina. Tan sólo de recordarlo montado en su gran moto, vestido con su uniforme, te juro que vuelvo a sentirme joven.