Opinión
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Agenda judicial
La felicidad y el derecho
E

n el desarrollo del FEM (Foro Económico Mundial), después de varios años de análisis sobre la economía, el empleo y otros aspectos mundanos, se pasó de lo material a lo mental. En 2014, al lado de los millonarios mundiales, se hallaba un monje budista para explicarles a los asistentes que uno no es esclavo de su pensamiento. Visto en retrospectiva, podríamos suponer que simplemente se trataba de la consolidación de una nueva industria; la cual, durante la pandemia, tuvo un incremento notable: productos que ofrecen a los individuos la felicidad, aunque sea momentánea.

Este aspecto anímico, que parece complicado de cuantificar, tiene muchas ramificaciones comerciales: desde las aplicaciones de los celulares, a la nueva variante del dirigente semi espiritual (los llamados coachs), pasando por los verdaderos gurús religiosos y demás aristas del negocio que crea en el individuo la idea de una felicidad cada vez más duradera, pero que no lo revierte como entidad explotable en ese mercado en expansión. El problema de este tesoro contemporáneo en que se ha convertido la tranquilidad mental, casi como prefacio a la felicidad pasiva, es que el individuo mira hacia adentro en busca de alegría, como si ésta sólo dependiera de su forma de mirar la vida, y deja de mirar hacia afuera. Así, es más importante lo individual que lo colectivo en este posmodernismo donde tiene preferencia la sensación de cada persona a la historia colectiva. Mientras, esa gente debe seguir consumiendo bienes y servicios relacionados con esa alegría tan natural que requiere de artificios para emerger.

Es evidente que las leyes y el sistema de Justicia no están encaminados a buscar la felicidad de las personas, simplemente se espera que la reglamentación de la interacción social sirva para disminuir los problemas, que estos se resuelvan de la mejor manera posible: es decir en juicios rápidos, justos y equitativos; y que con ello se obtengan usuarios satisfechos, no contentos. Las leyes y sus operadores no reeducan a la población para que sea feliz, ni siquiera intentan modificar sus estados emocionales, a menos que el tipo de juicio lo requiera, pero se ha perdido el concepto del derecho como una forma de educar.

El derecho está pensado como una disciplina reactiva y no preventiva. Carece de los mecanismos indispensables para llegar al grueso de la población como sucede, por ejemplo, con las redes sociales. Esto no sucede con el derecho, donde apenas los funcionarios judiciales dan la cara al público. Quizás algunos impartirán cátedra, pero no hacen actos masivos de difusión cultural jurídica o talleres para resolver jurídicamente los problemas cotidianos.

Casos como el de Facebook evidencian que los controles corporativos sobre la población pueden ser más eficaces que los métodos de control de los Estados. Educan más las redes sociales que la escuela; ofrecen más herramientas interiores las redes sociales que la religión; la abrumadora cantidad de información que llega por internet desliga a la población del Estado y la sume en una cultura global que termina por redirigir sus sentimientos. Ante esto, las leyes nacionales parecen estar en desventaja. La manipulación de la felicidad se ha facilitado. Desde lugares ajenos al derecho, principalmente porque este no tiene como objetivo que se mejore la calidad de vida interior de los usuarios de las leyes. Ni siquiera en los Estados con un discurso político que desdeña los indicadores económicos, se programan políticas públicas para modificar la percepción ciudadana y redireccionarlas a que los individuos sean felices. Es difícil sonreír cuando no hay medicinas para tus hijos enfermos o cuando te agreden impunemente. El acceso a servicios de salud y de seguridad, entre otros, pone en su lugar a esta precaria búsqueda de la felicidad.