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Nosotros ya no somos los mismos

Homenaje a 130 años de vivencias

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▲ El comandante Fidel Castro (imagen de archivo) ocupa varias líneas de la obra autobiográfica de Enrique Perales Jasso.Foto Notimex
V

erdaderamente apachurrado, inicio las notas de la columneta de esta semana: digo un adiós irremediable e irrepetible a dos entrañables amigos con quienes tuve una conocencia, cercanía, amistad y afecto profundos por más de 130 años, si sumo los que, con cada uno de ellos, conviví.

Enrique Perales Jasso, se llamó (horrible conjugación de verbo), el primero de ellos. Uno de los últimos migrantes que, en Saltillo, conocí. Él, como muchísimos otros jóvenes llegaban del extranjero (Tamaulipas, Zacatecas, San Luis Potosí, Durango, Chihuahua y, hasta el pegado Nuevo León, nuestro coloso adjunto). Llegaban a Saltillo (la Ciudad del Clima Acondicionado, decían, en ese entonces, los espots publicitarios), decenas de jóvenes buscadores no sólo de las mejores enseñanzas escolares, sino de una vida tan cálida, tan segura y solidaria como las que, naturalmente, se daban en sus hogares. El Saltillo de esos entonces era, para el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, de hoy, una inexplicable ciudad: una población totalmente juvenil y una edad promedio de vida de sus habitantes, asombrosamente longeva: oyes, Hortencia, ¿ya sabes quesque anoche murió don Blas? –¿Pero cómo, si apenas el año pasado cumplió su centenario? –respondía extrañada.

Pues en esos tiempos, pasando apenas la mitad del siglo XX, yo estiraba todo lo posible mi cordón umbilical y me preparaba para emigrar al inolvidable DF, cuando llegó la nueva hornada de inmigrantes estudiantiles a Saltillo. De entre ellos, se distinguía un tipo alto, enjuto en carnes y con características que lo hacían fácilmente distinguible: Usaba unos de esos lentes que por el grueso de sus cristales se les conoce como fondos de botella. También una forma de hablar un tanto atropellada y susurrante.

Las sílabas que se tragaba las suplía con sus ademanes y un contacto físico muy diferente a lo usual. No eran los aventones o manotazos acostumbrados, sino medios abrazos y palmadas cálidas que, repito, por espontáneas y amistosas nos resultaban extrañas, pero que, al mismo tiempo facilitaban la pronta confianza que ese extraño recién llegado provocaba. Se presentaba como Enrique Perales Jasso, pero pronto, como es allá costumbre, le achicaron o cambiaron el nombre y así nació un personaje al que todo el mundo llamaba Quiquis Jasso. Ya en el DF, tuve la oportunidad de ayudarle en su ingreso a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), gracias a una gran amistad que desde estudiante me dispensó el querido maestro Raúl Cardiel Reyes, quien sucedió al doctor Julio Ibarra y antecedió al doctor Manuel Quijano, como un eficaz y servicial director de Servicios Escolares. Pues resulta que durante años, siempre que en la facultad o en cualquier sitio topaba con Quiquis, éste interrumpía cualquier conversación para contar, vez tras vez, que él me debía ser un Puma, gracias a mi intervención ante el rector Nabor Carrillo, para que lo aceptaran en la facultad de Derecho a media carrera y obtener lo que siempre había soñado: ser egresado de la UNAM.

Lo cierto es que durante los estudios que realizó en la capital, el mentado Quiquis repitió la hazaña preparatoriana: los dieces fueron costumbre de su currículo académico. Un día, no hace mucho, recibí una llamada conminándome a presentarme el siguiente domingo en el Palacio de Minería, pues Quiquis presentaría su libro autobiográfico del que tiempo atrás me venía platicando y que siempre consideré un emocionante proyecto, pero poco factible debido a la cada día más deficiente capacidad visual de mi amigo. Cuando fui a abrazar al autor, éste pidió a su hija que lo auxiliaba: “mi’ja, pásame el libro de Carlitos. El ejemplar tenía varios separadores de hojas incrustados en el texto, por lo que pensé que había un equívoco e hice notar que seguramente me estaba obsequiando el de otra persona. Quiquis me dijo: éste es el tuyo, por si no te atrevías a leerme completo, te señalé las páginas en las que hago referencia ti. Pa’que digo que no, si, sí. Salí volado (en sus diversas acepciones), llegué a mi casa y con avidez leí las páginas seleccionadas. Las primeras eran la crónica rosa de mi primer matrimonio con la madre mágica, maravillosa de mi hija 1 (Ana).

Ni el famoso Duque de Otranto lo hubiera hecho mejor. La otra era una nota de uno de sus viajes a Cuba, en donde al doblar de una esquina topó de golpe con el comandante Castro. Fidel se le quedó viendo y le dijo: yo te recuerdo, tú eres un mexicano del norte. Alguna vez me pichaste un café con leche que me urgía. No te vayas sin que platiquemos. Se retiró el comandante pero, se detuvo y, según versión quiquiana le preguntó: “oye, ¿y qué razón me das de Ortiz Tejeda? Allí termina la versión del cronista y yo, desde entonces, sigo con un trilema: ¿La cita desorbitada de Quiquis fue un guiño muy generoso, el comandante me confundió con don Pablo González Casanova o, Dios protege la inocencia?

Ya se acabó mi cuota semanaria de renglones y me falta, no sólo mi adiós a Quiquis, sino el relato completo de los años que compartí vida con Mario Jorge Yáñez, cuaderno de doble raya durante la vida universitaria y más.

Bien me decía el viejo Salazar, padre de Salazar Toledano (que fue quien así llamaba a su progenitor, aunque muchos pensábamos que era al revés): Mire, Carlos, lo más penoso de llegar a viejo es que aunque se tengan unos centavitos para no mal vivir, pagar sus médicos y sus infinitas medicinas, es que cada día nos vamos quedando solos… Y todavía hay quien pone en duda nuestra sabiduría.

Twitter: @ortiztejeda