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Doña Rosario y el amor a la vida
C

uántas veces, por caprichos de la lengua, nombre es destino. Rosario Ibarra de Piedra un día dejó de ser sólo la madre de sus hijos para convertirse en madre simbólica y motor de cientos de madres (y padres) con hijos desaparacidos. Escapulario y rosario laico, piedra de toque y base de roca para defender el derecho de una familia a saber dónde está su hijo; en su caso, Jesús Piedra Ibarra, un muchacho idealista que optó por la lucha armada y en 1975 fue secuestrado por los servicios de seguridad del Estado. En 1977, hace 45 años, envuelta en la búsqueda de Jesús, fundó el Comité ¡Eureka! para convocar a las familias que buscaban a sus jóvenes, perdidos en los sótanos del poder priísta y la guerra sucia y paranoica del diazordacismo-echeverrismo.

Doña Rosario, como la hemos llamado durante décadas, encarnó la razón y el amor ante la desvergüenza del Estado represor. Mujer de gran inteligencia, muy pronto adquirió una conciencia política y una estatura moral que ejerció responsable y heroicamente. Cómo no quererla. Hoy que todos se recuerdan con ella, sus fotos, sus experiencias comunes, me permitiré registrar dos encuentros separados en el tiempo que la muestran, pese a su luto icónico, como una entusiasta enamorada de la vida.

Debió ser hacia 1983, en Monterrey. Por casualidad me había convertido en mascota, perdonando la expresión, de una millonaria rebelde y de izquierda, Irma Salinas Rocha (otra mascota suya que recuerdo de entonces es Felipe Ehrenberg). Muy amiga de Abraham Nuncio, y futura accionista de La Jornada, era una escritora de gran notoriedad por contar los turbios secretos de las familias más poderosas de Monterrey. Ese año había publicado su divertidísimo tercer libro: Los meros meros: Manual de conducta para multimillonarios. Era nuestra espía entre los ricos. Tras una presentación de la obra, nos reunimos en la casa de un nieto medio genial y bastante locochón de Alfonso Reyes para echarnos unos tragos. Doña Rosario estaba invitada.

Amiga-enemiga de Irma desde la juventud, un año antes había sido la primera mujer candidata a la presidencia de la República, por el partido de los trotskistas. Fue una reunión alegre donde ellas reinaron absolutamente. Ya algo achispadas comenzaron a pullarse. La niña rica acusando a la demasiado aplicada (recitaba poesías de memoria) niña clasemediera que ahora, cincuentonas ambas, picaba a la princesita. Habían ido en el mismo salón. Se dijeron de cosas, para regocijo de los invitados. Lo que mejor recuerdo es a Irma reconociendo que Rosario fue la más bonita, a lo que ésta replicó: Bah, a esa edad cualquiera es bonita.

El segundo recuerdo transcurre en España, en 1997, junto con la querida Paulina Fernández Christlieb. Escoltaban a los comandantes tojolabales zapatistas Dalia y Felipe en su viaje por tierra de Madrid a Barcelona y el Priorat a Huesca en Aragón y luego Andalucía, a bordo de una combi del comité zapatista del Estado español. Asistían al segundo encuentro Intergaláctico. En los actos públicos, doña Rosario leía los mensajes del subcomandante Marcos, de quien se había vuelto muy cercana.

Rodando en la combi por los campos de Castilla, decidió llevar a los indígenas a conocer los molinos de viento de La Mancha “de los que tanto escribe el sup”, les dijo. Para que le cuenten cómo son los gigantes contra los que luchó don Quijote. Seca y calurosa, esa tierra se abrió a los pies de los comandantes. En Madrid, ante delegados que hablaban italiano, inglés, francés, alemán, árabe, portugués y japonés, Felipe había dicho: Nosotros traemos nuestra historia como testimonio de dignidad y como ejemplo de la fuerza que tenemos los débiles.

Doña Rosario puso su pecho y sus argumentos en favor de los compas en aeropuertos, aduanas, terminales de tren y controles policiacos. Igual que hacía en Chiapas desde el levantamiento armado de 1994, donde aprovechó su fuero de diputada para ir y venir como mensajera de los zapatistas, prestándoles su voz lo mismo que hacía con los hijos insurrectos del pasado. Con sorna y temor, los oficiales del Ejército federal que lidiaban con ella en los retenes de la selva Lacandona la llamaban la mamá, pues ella decía ser la madre de Marcos.

Pocas figuras políticas mexicanas han tenido la entrega desinteresada de doña Rosario. No hacía falta estar siempre de acuerdo con ella para saber que, con compañeras así, la lucha vive y vale la pena. Supo ser aliada de sus mejores rivales políticos, como Cuauhtémoc Cárdenas. Sus posteriores diferencias con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional no le impidieron estar con ellos. Su corazón nunca los abandonó. Son tantas las luchas populares que pueden decir lo mismo de ella.