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En el Día Internacional de la Mujer
M

iguel Insulza, ex secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), dijo alguna vez, con mucha razón, que una democracia sin la participación de las mujeres era sólo media democracia. El argumento me parece convincente y concluyente: la democracia no sólo implica la participación ciudadana en las urnas.

Sería tanto como reducir los valores democráticos y la protección de los derechos humanos de las personas, a lo estrictamente electoral. Implica perfeccionar el sistema de garantías para que la participación de todos los grupos represente de mejor forma a la sociedad y permita su evolución.

En ese sentido, uno de los grupos sociales que debe superar los rezagos históricos y alcanzar mayores porcentajes de presencia pública es precisamente el de las mujeres, quienes son una minoría, no desde la óptica cuantitativa, pues son mayoría poblacional en el país, sino desde la visión cualitativa, ya que esa superioridad numérica no se traduce plenamente en espacios de poder por la exclusión cultural e histórica a la que han estado sometidas por siglos.

Sin embargo, de manera reciente, con voluntad política, nuestro modelo constitucional ha avanzado hacia la materialización de los derechos fundamentales de la población femenina, especialmente en el ejercicio de sus derechos político-electorales.

El antecedente lo tenemos en la incorporación del principio de paridad en el registro de candidaturas con la reforma constitucional de 2014

Pero es en 2019 que la osadía de la denominada legislatura paritaria de la historia de México fue más allá, al aprobar reformas a la Constitución Política para incorporar la paridad en todo, estableciendo que la mitad de los cargos de decisión sean para las mujeres en los tres poderes del Estado, en los tres órdenes de gobierno, en los organismos autónomos, en las candidaturas de los partidos políticos a cargos de elección popular, así como en la elección de representantes en los municipios con población indígena.

El resultado inmediato fue que, de cara al proceso electoral federal de 2020-2021, de las 15 gubernaturas que se renovaron, seis mujeres ocuparon el cargo, y, actualmente, contamos con siete gobernadoras en nuestro país.

Con acciones como las anteriores que aterrizan en la realidad de millones de mujeres para la protección de sus derechos político-electorales, México está dando muestras claras para transitar de un modelo formalista y conservador que se abandera en una igualdad ficticia.

Es decir, siguiendo a Luigi Ferrajoli, para este modelo, los hombres y mujeres somos iguales ante la ley y no existe discriminación en el plano jurídico, toda vez que se considera que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres.

Es este modelo el que todavía predomina en el constitucionalismo mexicano, pues un cuarto modelo se refiere, en cambio, a la valoración jurídica de las diferencias que, en mi opinión, se basan en el principio de igualdad de derechos fundamentales y en un sistema de garantías que vele por su efectivo cumplimiento.

Bajo esta premisa, no se desconocen las diferencias, como aún predomina en la práctica del derecho en nuestro país, sino que se reconocen y valoran.

Se reconoce, la diferencia entre hombres y mujeres y, por tanto, la necesidad de proteger esas particulares formas de ser, sin pretender una falsa homologación entre las mismas.

Y más importante aún, que las diferencias se traduzcan en derechos que tiendan a transformar de hecho en una igualdad de derechos.

Por tal motivo, sólo existirá una igualdad real y no sólo ficticia o abstracta, en la medida en que se reconozcan todos los derechos para todas y que los grupos minoritarios cuenten con los medios garantistas efectivos para terminar con años de discriminación y violencia.

Todavía nos falta mucho camino por recorrer, pero es importante saber en dónde estamos parados y hacia dónde queremos avanzar como sociedad mexicana.