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Rusia en el tablero global
E

ric Hobsbawm, historiador británico y pensador clave del siglo XX, sugería que la desintegración de la Unión Soviética se había originado en una trágica e irreconciliable combinación entre las dos fuerzas que guiaron su proceso de apertura emprendido en las décadas finales del siglo XX.

A diferencia de las reformas emprendidas por Deng Xao Ping en China, que lograron mantener el control político centralizado de la sociedad y economía, la explosiva mezcla de libertad de información ( glasnost) y la restructuración política ( perestroika) en Rusia, resultaron en el ascenso de una oligarquía caótica e incontrolable, así como en la proliferación de cacicazgos regionales que contribuyeron a la postre a las fragmentaciones del Estado soviético.

Como se ha documentado ampliamente el presidente ruso, Vladimir Putin, percibe este proceso histórico como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, como un verdadero drama, que en su propia interpretación, llevó a decenas de millones de sus compatriotas a quedarse fuera del territorio ruso, una epidemia que, asegura, se expandió al interior de Rusia ( La Jornada, abril de 2005).

Hoy que las tropas rusas atacan Kiev, las palabras del mandatario adquieren un tono profético imposible de desestimar y demuestran una clara intención de reconstituir las antiguas fronteras soviéticas. Tras décadas de control absoluto de su país e intervenciones militares en Osetia, Chechenia y la región de Donbás, lo que parecía una amenaza latente ha comenzado a manifestarse: Rusia quiere ampliar su frontera occidental. En todo caso estamos ante lo que se conoce como rinoceronte gris, un fenómeno peligroso, obvio y altamente probable.

Desde la anexión de Crimea en 2014, el gobierno ruso ha sido exitoso en reducir su deuda denominada en dólares, acumular reservas de oro y mantener su porcentaje con relación al PIB en alrededor del 17 por ciento, cifra que es insignificante si se le compara con otras economías occidentales. Aunado a estos esfuerzos, Putin ha ido tejiendo de manera persistente una estrategia política esperando el momento indicado para capitalizar lo que percibe como debilidades de occidente.

La adicción occidental a las materias primas, energéticos rusos, la preocupante inflación pospandémica de covid-19, las divisiones internas en Estados Unidos e incluso, se podría suponer, la división al interior de la OTAN instigada por el presidente Trump y el cambio de liderazgo en el gobierno alemán, han creado el momento propicio para las acciones bélicas.

Si la historia nos ha legado una lección es que, cuando el poder militar económico se traduce y se transforman en acciones imperialistas, es demasiado tarde. Sus efectos geopolíticos sacuden el status quo y persisten en décadas o incluso siglos posteriores. Esta ocasión tristemente no parece ser la excepción.

Las presiones del Ministro de Relaciones Exteriores de Ucrania, Dmytro Kuleba, quien la semana pasada comentó en las redes sociales: Otra llamada con mi amigo y homólogo estadunidense, Anthony Blinken, sobre la necesidad de usar toda la influencia de Estados Unidos en algunos países europeos vacilantes para prohibir a Rusia el acceso a mercados financieros, anuncian algunas consecuencias en el concierto europeo.

Si bien, como ha confirmado el presidente Biden, la expulsión de la Sociedad de Telecomunicaciones Financieras Interbancarias Mundiales (Swift), se ha considerado como una posible medida coercitiva, medios de comunicación han dado a conocer que existen resistencias del gobierno alemán para aplicarla. La denuncia del canciller Kuleba es el primer síntoma de un contagio que pudiera extenderse al resto de Europa del Este. Las largas filas afuera de los bancos en Polonia son un claro ejemplo de la desconfianza y temor que genera la ofensiva rusa en dicha parte del continente, pero reflejan también expectativas sobre el papel de sus aliados.

La configuración de una narrativa en la que Europa Occidental sea caracterizada como impotente o indispuesta a implementar las medidas necesarias para desalentar decididamente la ofensiva rusa, puede tener un efecto devastador para el liderazgo alemán en la región, primero, y en segundo lugar para toda la Unión Europea. Por el contrario, acciones contundentes representan una oportunidad para la unidad más fuerte y duradera de la Unión Europea. La moneda está en el aire.

Resulta altamente probable que los miembros de la oligarquía estén dispuestos a asumir el costo que implican las medidas implementadas por occidente y hayan anticipado sus efectos. Ante este escenario las medidas económicas que, de acuerdo con algunos cálculos le costarán hasta 5 por ciento de PIB ruso están pensadas como un duelo de resistencia. La mitología nacionalista que ha alimentado el apetito bélico entre las elites rusas y el férreo control sobre los sistemas de información por parte de las autoridades, estarán a prueba en los próximos años.

Al respecto, y a fin de vislumbrar las causas y consecuencias de la apuesta de Putin, cabe recordar las palabras del geopolitólogo George Friedman, quien en 2010, refiriéndose a un potencial conflicto en Europa del Este, escribió: “al final, Rusia no puede ganar. Sus profundos problemas internos, la población en declive masivo y la infraestructura deficiente en última instancia hacen que las perspectivas de supervivencia a largo plazo de Rusia sean sombrías. Y la segunda guerra fría, menos aterradora y mucho menos global que la primera, terminará como lo hizo el primero, con el colapso de Rusia".

Si los acontecimientos confirman la pertinencia de estas palabras, en las próximas décadas, occidente no sólo tendrá que concentrarse en limitar la zona de influencia política y militar de Rusia, sino en elaborar estrategias viables que le permitan administrar un posible colapso del Estado ruso y las esperables consecuencias geopolíticas y económicas que derivarán de ello.

Estamos a tiempo.