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E

l ex presidente Felipe Calderón dice que no se enteró de que su secretario de seguridad pública trabajaba para el narcotráfico, a pesar de que mandó encarcelar a quien se lo advirtió. Ahora, su esposa dice que ignora que Calderón presionó, mediante el entonces secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, al magistrado de la Suprema Corte para que sus familiares quedaran impunes por la muerte de los 49 niños en el incendio de la guardería ABC. En muchos sentidos, el calderonato es el sexenio de la amnesia, la ignorancia, y el secreto. Por una decisión de la orwelliana transparencia, no podremos saber de los muertos de su guerra interna hasta 2024. Hay estimaciones que llegan a 300 mil y un número de desaparecidos cercano a 45 mil. Los desplazados podrían sumar hasta 2 millones. Ahí duerme ese secreto. En cuanto a la ignorancia, ésta fue usada como una táctica política para justificar que militares y policías federales se lanzaran a una matanza que trascendió el propio sexenio. Se le dijo a la población que la estrategia de guerra era por el aumento de la violencia en el país. Como sabemos ahora, antes del 2007 la tendencia de homicidios había bajado 20 por ciento y los delitos eran los de la desigualdad: asalto, robos, secuestros. De hecho, desde 2009, Calderón debió retractarse de su estrategia militar porque ese año hubo una ejecución cada hora. Pero usó su propia ignorancia y evasión para insistir. Los medios corporativos mostraron colgados, decapitados, narco-mantas. Luego, presentaron a los narcos, esposados, todos con camisas Polo. García Luna, Luis Cárdenas Palomino, Facundo Rosas, eran presentados como super policías con centros de inteligencia, muchas computadoras, helicópteros artillados, y sonrisas que, en esos años, parecían de satisfacción por el deber cumplido.

Otra justificación fue que las organizaciones criminales querían sustituir al Estado, pero lo que vimos fue que, más bien, eran un brazo armado del narconegocio, subordinadas a presidentes municipales, jefes de la policía, y algunos gobernadores. De hecho, eran el eslabón más débil de la cadena de la ilegalidad. Luego, vino la amnesia: ocultar que casi nueve de cada 10 capos presentados a los medios de comunicación salieron libres. Que la táctica de descabezar a los supuestos cárteles –esas organizaciones casi autónomas del poder político y financiero– trajo consigo lo que el sociólogo Froylán Enciso ha analizado: la estrategia de militarización y choque frontal, al hacer más riesgoso el negocio, hace que el propio mercado desplace del escenario a los menos dispuestos a enfrentar tales operativos. Quedan los más temerarios, los amantes del riesgo y los más violentos. Se trata de olvidar, entonces, que la violencia aumentó. Ahora podemos verificar que los decomisos, masacres, y detenciones siguieron el juego de un secretario de seguridad pública, Genaro García Luna, que era parte del negocio.

De todo esto, Calderón no supo. Le cabe plenamente la definición de ignorancia estratégica que usa Linsay McGoey: acciones que fabrican y explotan lo no conocido para no ser responsables de sus actos y utilizan la ignorancia como una ofensiva para justificar planes a futuro. Calderón aprovechó el no ser electo democráticamente, para no responderle a la ciudadanía –jamás propuso en campaña una guerra–, no sólo por toda una generación que creció en su guerra, sino también por las consecuencias de ésta en las siguientes generaciones. Se ha dicho que Calderón desató esa guerra porque con ella buscaba legitimarse, pero creo que funciona justo al revés: por no tener legitimidad en las urnas podía hacer una guerra que nadie le había exigido.

Su ignorancia actual es para no enfrentar la cárcel y se conoce como el mandato del avestruz o ceguera voluntaria, según los tribunales británicos. Fue en 1861 cuando obtuvo fama como término legal. Se trataba de un particular que fue arrestado por poseer armas propiedad de la Corona. La defensa del abogado parecía infranqueable: no hay alguien que pueda demostrar que el particular sabía que esas armas eran del Estado británico. El juez instruyó al jurado que deliberara si el acusado se abstuvo intencionalmente de adquirir ese conocimiento. En ese caso, la ceguera voluntaria podría ser un delito criminal. Cuando alguien sabe lo que debe ignorar para no ser responsable, la ley exige demostrar si el acusado tenía o no las posibilidades a su alcance de informarse de que sus acciones eran criminales. En el caso de Calderón, su propio comisionado de la policía federal, Javier Herrera Valles, le mandó dos cartas asegurando que García Luna era narcotraficante. Seis meses después, lo metieron a la cárcel. De igual forma, el magistrado de la Suprema Corte ha relatado, desde hace una década, que el entonces presidente Calderón envió a su secretario de Gobernación para no imputarle un delito de homicidio contra los 49 niños quemados y asfixiados en la guardería propiedad de una prima de la entonces primera dama. No hay forma de alegar aquí ceguera voluntaria, sino lo que en Estados Unidos se conoce como ignorancia temeraria, es decir, la de todos esos funcionarios, dueños de compañías eléctricas (como Enron), fondos de inversión (como Madoff), y hasta calificadoras financieras (Merrill Lynch), que escogen no mirar las señales de alerta sobre los crímenes que están cometiendo subordinados. En muchos de estos casos, por supuesto que no existe una orden por escrito del dueño de la empresa para que sus empleados cometan delitos, sino que se trata de una atmósfera de ignorancia temeraria, secrecía y amnesia que siempre protege de la responsabilidad a los de más arriba.

La ignorancia estratégica se ha hecho común entre los que persisten en opinar que la guerra de Calderón fue una política válida. A pesar de sus resultados casi opuestos a lo que se supone que buscaban –reducir la violencia y la inseguridad–, hay todavía quienes piden mano dura y balazos más que abrazos. Su ignorancia es no haber sufrido ninguna muerte, desaparición, masacre en su entorno. Son los que siguen fantaseando en que, para que ellos vivan, los demás merecen morir.