Opinión
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Distribución y libertad
L

as luchas por introducir cambios efectivos en la distribución del ingreso y la riqueza en México se llevan a cabo frente a usos y costumbres arraigadas. Tales usos se fortifican con leyes a modo. Una de estas normas, bien instalada en el cuerpo nacional por años, fue la que permitía la subcontratación. Llamada con su terminología en inglés – outsourcing– incidió en la vida y zozobras de millones de personas. Las grandes y hasta medianas empresas usaron este medio para abaratar, de manera aun despiadada, el costo de lo que apodan el factor trabajo. Es decir, la mano de obra o, también, el salario de aquellos que venden su esfuerzo y capacidad para producir bienes o servicios. Junto a esta formidable palanca de explotación funciona otra de semejante importancia en la modélica acumulación: el llamado pacto obrero-gobierno revolucionario. Eufemismo que el periodo neoliberal hizo suyo durante su larga vigencia. Pacto que procreó y usó el apodado charrismo sindical, todavía funcional en buena parte de las relaciones obrero-patronales.

La subcontratación fue una formidable herramienta para aumentar la productividad, condicionante del crecimiento. También se empleó para succionar el excedente generado para dar un destino con rumbo casi exclusivo al bolsón de los accionistas. Cuando esta práctica se aplica a millones de empleados, el trasvase de riqueza aumenta de manera grotesca. Por años, este fenómeno de apropiación a descampado dio como resultado una enorme masa de explotados que fueron, no sin la ironía concomitante, sujetos de presunción internacional. México, se decía, aportaba, a la inversión, una base humana de individuos capaces, disciplinados, con educación media y media superior, útiles para convivir con bajos salarios.

Las oportunidades de concurrencia empresarial en esta situación no se hizo esperar. La búsqueda de condiciones, más que propicias, fue un imán para aquellos que competían en las arenas de la globalidad. La utilidad empresarial en un ambiente de salarios bajos fue un imán irresistible para inversionistas locales y también para los de fuera. La entrada de México al TLC se ganó mediante una oferta de mano de obra barata. El nivel a que se llegó no resiste el mínimo análisis de humanidad. Se han acumulado años –décadas– de récords donde los salarios mexicanos se sitúan como los peores de América Latina, incluyendo a las naciones más pobres de la región, u otras partes del mundo. Un galardón, con ribetes de pobreza obligada, que fue permitido por diversos mecanismos, la subcontratación, uno de ellos.

Cambiar esta arraigada práctica, santificada por leyes cómplices, instituciones creadas ex profeso y cruzada de intereses masivos no fue tarea sencilla. La valentía política para hacerle frente y encauzar sus resultados hacia el beneficio colectivo fue, y es, una verdadera hazaña que no ha sido apreciada en todo su valor. Bien puede considerarse como uno de los pilares para las transformaciones y cambio de régimen prometido. Ahora, millones de trabajadores han incrementado sus ingresos por el solo cambio en sus condiciones laborales. Ahora tienen seguridad social, antes disminuida o, de plano, negada. Además, la hacienda pública recibe ingresos adicionales por impuestos a salarios integrados y de mejor cuantía. Buena parte del mérito de la derogación de tan usureras normas que los sujetaban, radica en un gobierno sensible al sentir popular. La fuerza de Morena en el Congreso puso el músculo de impulso indispensable para lidiar con este tipo de complejos problemas. Sindicatos que respondieron al llamado de sus agremiados (también afectados por la práctica) no cejaron de empujar para llevar a cabo tan radical transformación. El actual gobierno pudo, así, dar un notable paso para introducir mejorías en cumplimiento de sus promesas de justicia distributiva.

Otra gran pieza, todavía faltante de liquidar, para facilitar la equidad en el empleo la ponen las nuevas normas que regirán las relaciones entre capital y trabajo. Esto será así por lo que toca a la correspondiente libertad que deberá haber entre el sindicalismo y la base trabajadora. Las elecciones libres en los centros laborales, garantizadas por la autoridad, romperán las férreas ataduras impuestas por avejentados dirigentes que, encaramados por años en la dirigencia de los sindicatos, obstaculizan la debida fluidez salarial. También pondrá fin a la extendida práctica de los sindicatos de protección y a los blancos o de empresa. Un horizonte de mayor libertad se cierne sobre costumbres y ritos implantados en la médula del ámbito laboral. Prácticas nocivas que, con las nuevas reglas del T-MEC podrán borrarse a corto plazo. La presión ejercida a través del tratado, ya en plena operación, coadyuva a la eliminación del remanente mecanismo de acumulación ilegal e ilegítima a costa del trabajador.