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¿Presidentes asesinos?
S

erá que la muerte por violencia se hizo cotidiana y nos anestesiamos hasta no distinguir la importancia de las masacres ocurridas en décadas recientes. A la hora de pretender juicios contra presidentes del pasado, la retórica del gobierno de Andrés Manuel López Obrador se concentra en la corrupción, la robadera, los abusos económicos del poder.

Desde luego un delito es un delito. Robar los bienes públicos, servirse con la cuchara grande, arrollar a los ciudadanos de múltiples maneras constituyen crímenes. Pero, sin perdernos en el rompecabezas de qué-tanto-es-tantito, ¿cuánto más pesan ante la ley y la humanidad las muertes intencionales y violentas de grupos enteros de ciudadanos, derivadas de órdenes del comandante de las Fuerzas Armadas y jefe de todas las policías? En la reciente consulta del gobierno sobre si se debe juzgar a los ex presidentes, nunca se enfatizó que algunos, además de pillos, son asesinos impunes. Ni siquiera tienen esa marca en el imaginario popular.

Ese increíble centagenario ex presidente, Luis Echeverría Álvarez, fue responsable de asesinato en repetidas ocasiones: la represión a estudiantes en 1968 y 1971, la guerra sucia contra grupos rebeldes hasta 1976. Ya lo pusieron cerca de los tribunales los grupos civiles que no olvidan, pero es un hecho que morirá sin castigo. Nos guste o no, es ya una página de la Historia.

Los dos siguientes mandatarios pueden ser acusados de muchas cosas, incluso delitos, pero apenas les cabe el cargo de asesinos. El asunto se complica a partir de Carlos Salinas de Gortari y su parteaguas para la evolución neoliberal del estatismo y el presidencialismo mexicanos. Contra él arrancan los afanes justicieros del gobierno actual, a nivel de urnas (un tanto chirles) y de propaganda, aunque no siempre, o no a fondo, mediante contra-contra-reformas efectivas que deshagan los cambios en materia agraria, laboral, ambiental y comercial desencadenados por Salinas.

A éste le colgaron las muertes de cientos de seguidores de Cuauhtémoc Cárdenas a lo largo de su sexenio, y más famosamente, la ejecución de quien sería su sucesor, Luis Donaldo Colosio. La imaginación popular lo apodó El Chupacabras y cosas peores, sin dejar de ser temido o admirado. Pero no resulta bien fundamentado culparlo de esas muertes. No directamente al menos.

Será su sucesor, el falso jardinero con suerte Ernesto Zedillo Ponce de León, quien reabra el expediente del presidente asesino. Mientras Salinas actuó institucionalmente ante el levantamiento zapatista en Chiapas, Zedillo decidió jugar sucio, burlar la ley traicioneramente y utilizar a las Fuerzas Armadas para reprimir, dividir y aniquilar a centenares de personas, mayormente indígenas pacíficos, en Chiapas, Guerrero y Oaxaca. Zedillo debe ser llamado a cuentas por las masacres de Acteal, El Bosque, El Charco y los cientos de civiles choles y tsotsiles víctimas del paramilitarismo como política de Estado en Chiapas. Su responsabilidad es mayor, pero nadie arriba parece recordarlo en serio.

Después de Vicente Fox y su circo empresarial, llegó al poder, haiga sido como haiga sido, Felipe Calderón Hinojosa, con una fuerte ideología derechista y protofascista, a diferencia de su huero antecesor. Ante los dos desafíos que encontró (el crimen organizado y las protestas indígenas por la autodeterminación), no dudó en ponerle más fierro al fuego. Recordemos que como preludio a su mandato, el movimiento de la Asamblea Popular del Pueblo de Oaxaca fue reprimido brutalmente en 2006, y todo indica que adelantó allí su mano como presidente electo, y sostendría la impunidad de que goza Ulises Ruiz, otro ex gobernador, como Roberto Albores Guillén con Zedillo, que debe vidas inocentes por motivos políticos.

La obra mortífera del calderonismo se estructura como guerra contra el narcotráfico, aprovechando las técnicas y prácticas contrainsurgentes establecidas por Zedillo, y añadiendo una hipertrofia policiaco-castrense a escala nacional que convirtió al país en escenario de controles carreteros armados, patrullajes, cateos, balaceras, y sirvió como caldo de cultivo para masacres gratuitas. Matando dos sapos de la misma pedrada, al declarar la guerra a los malos colocó en condiciones de vulnerabilidad y amenaza a las comunidades opuestas a su gobierno y en un proceso ascendente de protesta y movilización.

No obstante, Calderón y Zedillo son impunes por las muertes masivas causadas por sus instrucciones y estrategias. Zedillo ni siquiera es villano favorito de nadie, grandes empresas y bancos lo apapachan y en el supermercado la gente lo saluda.

Queda como colofón la monstruosa agresión contra los estudiantes de Ayotzinapa, que deja a Enrique Peña Nieto como encubridor y falseador de la verdad en un crimen que involucra a Fuerzas Armadas bajo su mando. Pero nada de esto iba en la boleta de la reciente consulta, ni parece estar en la mente de quienes juzgarían a los ex presidentes.