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El enigma de lo popular
“L

e encanta conceptualizar lo de ‘pueblo’, pero le molesta cuando el pueblo con ojos, nariz y boca se le acerca en una cafetería a pedirle una selfi”. Esta frase, tan lapidaria como provocadora, me la comentó un gran amigo hace varios años sobre un dirigente político que se jactaba de teorizar sobre cómo hay que entender, comunicarse y sintonizar con el ‘pueblo’, pero que luego, a la hora de la verdad, le incomodaba y, mucho, tener el más mínimo roce con la gente sencilla que habita las calles de cualquier ciudad. ¡Qué viva el pueblo, pero cuánto más lejos de mí, mejor!

¿Nos estará pasando algo similar como progresismo latinoamericano? ¿Será que interpelamos a la clase popular creyéndonos que se trata de la clase media? ¿Que abusamos de una visión paternalista con demasiados prejuicios? ¿Que hemos dejado de oírles? ¿Que los vemos desde muy lejos? ¿Que no entendemos sus códigos porque tenemos otros marcos referenciales?

No hay respuesta única ni sencilla para un asunto de dimensiones tan complejas. Asunto que, además, ha de considerar otro eje clave: la episteme local, que determina qué es lo popular, desde lo económico, social, cultural… No debemos caer en la trampa de considerar a América Latina como un todo, monolítico y homogéneo. Encontraríamos infinitas diferencias si comparamos el comportamiento de los sectores populares en Colombia con Argentina. Y el tema país no lo es todo, debemos considerar otros aspectos determinantes, como la división entre rural/urbano, la condición de género, la juventud, la cuestión regional, etc.

Esta amplia gama de variables nos obliga a enfrentar un “dilema de época“ en que no caben atajos. Ni mucho menos darle la espalda. O, peor, creer que la clase popular se activa a través de un software o un simple clic sólo por interpelarla como tal. Este desafío para el progresismo es impostergable. Y más si consideramos que la pandemia ha hecho estragos, que el neoliberalismo está en crisis de respuesta y expectativas y que, además, se ha iniciado la segunda ola progresista a escala regional en este siglo XXI, por lo que los focos están puestos sobre los nuevos proyectos políticos que tienen como base la mejora de las clases populares.

¿Y qué es justo lo que la clase popular entiende como “mejora para sí?“ Estoy seguro que si a una mamá de la clase popular le hablamos del riesgo-país, ella nos dirá que lo que le importa es el riesgo-pañal; si a una pareja con bajísimo nivel de ingresos le hablamos de que tiene que esforzarse para mejorar su situación, seguramente nos mandará a la mierda porque ambos se despiertan a las 5 de la mañana y regresan a casa a las 11 de la noche (en encuestas del Celag, alrededor de 80 por ciento en ocho países de la región considera que el origen de la riqueza no está en el esfuerzo); si hacemos referencia a la importancia de la deuda externa nos dirán, como también lo hemos demostrado en diversas encuestas, que lo que les preocupa es el endeudamiento que sufren y que no les deja vivir porque les preocupa la situación financiera, la tienda de la esquina u otro prestamista informal; si les hablamos de política internacional, ellos responderán que lo que les interesa es aquello que transcurre en su barrio; si procuramos emplear un lenguaje política y académicamente correcto para sostener una conversación en un bar popular, nos mirarán como extraterrestres; e inclusive en muchos países, si pretendemos implementar una justísima y necesaria agenda feminista, la mayoría de mujeres no estarán de acuerdo (como lo dictan encuestas del Celag en Perú, Ecuador, Bolivia y Paraguay).

Otro tema recurrente es el de la meta aspiracional, que si bien existe y hay un patrón de imitación de la clase media, es cierto que este horizonte no es inmóvil; cambia en función de las condiciones. Cuando el ingreso de una familia no alcanza para llegar a mitad de mes, ésta deja de pensar en aquello que hacía cuando tenía capacidad para finalizar el mes con relativa holgura. Las prioridades y hasta los sueños mutan al compás del cambio en las condiciones materiales.

La relación que las clases populares tienen con la política constituye otro nubarrón indescifrable para buena parte de nosotros. Presuponer que cuando se lavan los dientes están cavilando sobre la amenaza del populismo es una estupidez. Lo mismo que creer que están preocupados cotidianamente por la grieta o por el lawfare.

No obstante, esto no significa que las clases populares estén despolitizadas. Aceptar esta premisa es justo lo que pretende hacernos creer la Iglesia neoliberal. Nada más lejos de la realidad; la clave está en saber cómo la gente común se politiza, sobre qué temas, por cuál vía, cómo se informan, qué les preocupa. Y conocer si se sienten representados por la clase dirigente que pretende defenderlos. En muchos casos ocurre que encontramos un porcentaje marginal de representantes, candidatos o gabinetes progresistas de extracción popular, salvo excepciones (véase lo de Pedro Castillo en Perú o Evo Morales en Bolivia).

En este sentido, el tipo de liderazgo también importa. Vargas Llosa nunca ganó una elección.

Y hablando de elecciones: de vez en cuando, surgen sorpresas aparentemente ilógicas. ¿Por qué un barrio popular le ha dado la espalda a un candidato progresista si es éste el único que seguramente tomará medidas en su favor? Para muestra, un botón: la votación a favor de Lasso en barrios populares de Quito. La mejor explicación es mirar holísticamente la relación que tenemos con eso que llamamos lo popular, muy por encima de campañas y apuntes coyunturales.

Estas reflexiones constituyen un primer esbozo de lo que nos estamos preguntando en el Celag. Salir de nuestra burbuja es condición sine qua non para seguir pensando acertadamente en América Latina. Al enigma de lo popular sólo lo podremos afrontar con éxito asumiendo que aún estamos lejos de saber cómo piensan, sienten, sufren, en qué condiciones habitan, cómo se divierten, cómo se relacionan con los otros, cómo se entretienen, consumen, votan, sueñan, cuál es su unidad de tiempo (cómo conjugan presente y futuro)…

Y si nos toca cambiar metodologías y marcos teóricos, pues deberá hacerse tanto como sea necesario.

Doctor en economía, director del Celag