Opinión
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Cuarto lugar
E

l teléfono de Tracy Moffatt sonó una tarde del último año del pasado milenio para darle una noticia inesperada: era considerada para ser la fotógrafa oficial de los Juegos Olímpicos de Sidney 2000. Durante los siguientes meses la fotógrafa pensó en posibles relatos, miradas, técnicas; se emocionó con la perspectiva, llevó un diario, consultó a colegas admirados. Pero la llamada de confirmación jamás llegó. Nadie recuerda el nombre del elegido, pero sí lo que hizo Tracy Moffatt para procesar creativamente su fracaso: tomó los retratos de los atletas que llegaron en cuarto lugar. Su exposición, llamada Fourth, resalta a color a quienes, tras el esfuerzo, se dan cuenta de que no han logrado medalla alguna. Son los rostros del aturdimiento y estupor ante el fracaso, retratados desde una pantalla de la televisión. En torno a ellos, los ganadores están de espaldas, en blanco y negro. Ninguno de los deportistas del cuarto lugar tiene nombre. Son sólo números y un asombro incomensurable.

En muchos sentidos, Tokyo ilustró el pasmo ante el límite al que llegó la cultura de ganar. Durante casi cuatro décadas, el examen constante, las mediciones, y los rankings contaminaron a tal grado todas las actividades humanas que perdimos la dignidad que habita el fracasar. Su entraña es la clave del héroe trágico y del comediante que va sorteando la vida. Los juegos pasados nos devolvieron la imagen de ese límite que nos impone lo contingente, la buena o mala fortuna, el destino, la suerte. Nos recordó que, no importa lo esforzados que seamos, la probabilidad de la derrota y la incertidumbre de la victoria, siguen ahí, como desde los tiempos de Ulises o de Job. Por ese límite es que la olimpiada de Tokyo puede ser vista como un espectáculo de la vulnerabilidad humana. Rusia castigada por el uso ilegal de drogas de rendimiento sin poder desplegar ni bandera ni himno; la gimnasta Simon Biles apremiada por su propia mente para retirarse de la competencia; el corredor Noah Lyles (medalla de bronce) confesando que había dejado de tomar sus antidepresivos para tener un mejor desempeño y, por supuesto, las decenas de vendajes que vimos en tobillos, muñecas, espaldas; parecía, no que iban a la guerra, sino que regresaban de ella. Una olimpiada jugada en un tiempo suspendido (la pausa de 2020) con atletas que casi no pudieron entrenar, sin público en las gradas, con la imagen de la inauguración de un deportista subido en una bicicleta fija, que era la de los millones de encerrados por la pandemia. Para todos los que no somos dogmáticos del ganar por ganar, la enfermedad viral nos igualó a todos en la certeza de una derrota cantadísima frente a la inmortalidad. Para la minoría que justifica sus privilegios con la noción auto-elogiante del mérito, enfermarse siguió siendo sinónimo de fracaso. Si un atleta tenía problemas emocionales, era un derrotista, un perdedor. No para nosotros, quienes entendimos el mensaje de Simon Biles: no es el oro lo que busca un ser humano, sino ser escuchado, que se preocupen por él. Pasar un examen o ganar un reconocimiento no te libera de ti mismo.

Tokyo me dejó pensando en la estrecha relación que existe entre escribir y fracasar. Los libros tienen mucho más probabilidades de no ser exitosos que de serlo. En varios sentidos, escribir es entablar un diálogo con quien todavía no nace, con las formas en que será leído, siempre misteriosas. Nunca sabremos la identidad del fantasma que habita detrás de la lectura, como tampoco hay que perder de vista que todos somos olvidables, que la obsesión por el legado y la posteridad es una derrota en el doble sentido que tiene la palabra: rumbo y pérdida. Si uno no está consciente de ello cuando escribe, caerá con facilidad en el rencor que algunos escritores le tienen a quienes no los leen o no los entienden. Serán los eternos amantes despechados porque creen que merecen ser recompensados con el amor que invirtieron en escribir. No es en la literatura donde hay que buscar reciprocidad.

Hay una derrota más íntima en la escritura y consiste en que las palabras jamás lograrán su forma imaginada. No importa cuánto se corrija, enmiende o repose, siempre habrá esa brecha entre lo deseado y el objeto redactado. Virginia Woolf se lo dice así al cronista británico de la Guerra Civil Española, Gerald Brenan, en una carta de 1922: La belleza se obtiene sólo por el fracaso para obtenerla. Es ahí en que difieren las modernidades del siglo pasado y de éste: el fracaso es intrínseco a la creación, no un tropiezo momentáneo o, peor, una falta de esfuerzo o talento. No se trata de que las derrotas sirvan para aprender de su experiencia, como repiten los –esos sí exitosos– autores de autoayuda, sino de entender otra vez a Job: lo contingente no es un castigo ni una recompensa por lo que hagas, es inescrutable como la suerte.

Vuelvo ahora a los que negaron su derecho a la enfermedad a la gimnasta Simon Biles. ¿Qué les indignó de su retiro y, luego, de su medalla de bronce en el aparato que había dominado en anteriores juegos? Supongo que fue el miedo a que todos seamos iguales en lo único en que realmente lo somos: la vulnerabilidad. El opuesto de Biles fue la clavadista china de 14 años, Quan Hongchan, quien obtuvo dieces de calificación y cuya frialdad robótica me resultó inquietante; sin la probabilidad de la derrota, no tiene sentido ver una competencia. Una de las lecciones de la pandemia debiera ser que la inconsistencia y fragilidad están en el centro de la existencia y que, por lo tanto, ganar es fortuito. Que ser cuarto lugar es, en verdad, un simple efecto de nuestro entrañable desconcierto.