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El estante de lo insólito

Roberto Gavaldón, un director de cátedra

“Conocer el cine de Gavaldón nos hace mejores espectadores. Él fue el cronista –y el mago- de una época que se aleja de nosotros a pasos muy grandes, pero de la que conservó para nosotros aspectos de insospechada riqueza”

José María Espinasa

J

osé María Gavaldón Chávez y su esposa, Enriqueta Leyva Aguilera, avecindados en Ciudad Jiménez, Chihuahua, vieron nacer el 7 de junio de 1909 a Roberto, el tercero de sus cuatro hijos. Era un pequeño robusto que se volvería un hombre muy alto y de una presencia notable. La Revolución hizo que la familia se estableciera en Torreón, Coahuila, donde los hijos tendrían su primera educación, pero una nueva mudanza los llevó a la capital del país, donde tendrían estudios intermedios y superiores. Con sólo 17 años, Roberto se fue a Los Ángeles, Estados Unidos. La idea era completar estudios de odontología, pero casualmente, y sólo como un ingreso adicional, comenzó a extraear en algunas producciones de Hollywood, donde coincidiría con futuros colegas que querían hacerla en el cine, como Emilio Indio Fernández. El joven regresó a México con la pretensión de establecerse profesionalmente sin asomo hacia el espectáculo, pero su destino ya tenía silla con su nombre titulado para siempre: Roberto Gavaldón.

El set, el otro mundo

Roberto regresó a México y de inmediato llegó ocasión para incorporarse en la naciente industria fílmica nacional, con un camino promisorio tras el éxito de Santa (Antonio Moreno, 1931), la primera película sonora nacional. Un par de años después, Fernando de Fuentes presentaría el primer largometraje de su clásica Trilogía de la Revolución con El prisionero 13. La película se convirtió en un fenómeno y generó otra forma de contemplar el suceso revolucionario. Roberto Gavaldón apareció en la cinta como uno de los prisioneros. Fue uno de los varios papeles menores o de extra que haría en el cine, pero él no tenía interés en actuar, lo que sí le atrajo fue el proceso técnico, muy meticuloso y exigente, de los distintos estratos profesionales de la creación fílmica.

El Ogro

Roberto entonces se lo tomó en serio. Desempeñó distintos oficios del cine, como guionista, asistente de arte y técnico de edición, hasta que en 1934 fue asistente de dirección de Gabriel Soria en la película Chucho el Roto. Doce años fue esa figura clave de la producción cinematográfica, acompañando a noveles cineastas y a figuras reconocidas, como Fernando de Fuentes, hasta que llegó la ocasión para ocupar el puesto de director con la película La barraca en 1944, una gran adaptación a la novela de Vicente Blasco Ibáñez, ubicada en Valencia, España. Llegó a plantearse hacerla cuando menos en parte en en esa ciudad portuaria, pero al final se filmó íntegramente en México (el director contó con asesores ibéricos en ambientación, vestuario, etcétera), con tan buenos resultados que espectadores españoles pensaron que se había rodado en su tierra. La cinta ganó 10 premios Ariel, incluyendo mejor película y mejor director.

En su caso, tantos años en rodajes significaron una formación de cátedra aplicada. Fue siempre meticuloso, una obligación para un asistente de dirección, por lo que pasó a la dirección con un natural rigor para anticipar resoluciones dramáticas y técnicas. Con una objetividad y asertividad que parecía matemática, tenía un control y determinación que fue asociado con frialdad, lo que le agenció el mote de El Ogro, si bien tenía un trato espléndido con el staff y el elenco, única manera en que hubiera podido lograr tantos filmes notables.

Tras La barraca, Gavaldón tuvo el respaldo necesario para continuar con una seguidilla de filmes en 1945 con Corazones de México, Rayando el Sol y, la más acabada de ellas y con luces de lo que vendría en sus mejores trabajos, El socio, donde contó con la colaboración de uno de sus principales socios en el futuro: el guionista José Revueltas. Esta última película presenta al músico, poeta y algo loco Julián Pardo (Hugo del Carril) como artista de grandes frustraciones que puede tener un negocio promisorio, pero la cosa se tuerce cuando Anita (Gloria Marín), la bella esposa del empresario que ofrece proyecto y capital, se convierte en su amante. El poder y la chequera pueden, como siempre, hundir al espíritu humano.

En ese 1945, Roberto Gavaldón fue fundador del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) junto con muchas figuras entre técnicos y actores, como Gabriel Figueroa (líder del movimiento), Jorge Negrete, Mario Moreno Cantinflas, Julián Soler y Carlos López Moctezuma. El acto de nacimiento del sindicato se realizó precisamente en el Frontón México, escenario central de su muy lograda cinta de 1951 La noche avanza. Años después, Gavaldón trataría de combatir al imperio de exhibición Jenkins, que tanto golpeó al cine nacional.

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Es a partir de La otra, en 1946, que Roberto Gavaldón parece encontrar el temple y estilo que lo convertirían en un cineasta de primera línea, ubicando a los artistas, técnicos e actores, más apropiados para cada nuevo proyecto, aprovechando, además, las máximas cualidades de Dolores del Río, su actriz protagónica. Con la misma diligencia profesional y gran oficio, el cineasta encaró proyectos en todos los géneros y con variadas estructuras presupuestales, dando cátedra en la puesta en escena y el ritmo.

En 1947 redondeó otro éxito con el melodrama La diosa arrodillada, película que potenciaba culpas amatorias, seducciones y fantasías en torno al amor, el deseo y la figura erótica de María Félix. De otro refinamiento estético y argumental fue Rosauro Castro (1950), con el cacique intimidante Rosauro (Pedro Armendáriz), dueño de la semilla, los préstamos, los poderes legales y capaz de asesinar sin que nadie le levante mano. Drama ranchero de opresión, western de planos impecables, construcción de personajes fuertes y un villano de época que no se da cuenta que lo que va de prisa es su destino.

Es difícil detenerse en detalle en sus películas más importantes sin hacer un libro aparte (en el ramo editorial, Ariel Zúñiga hizo Vasos comunicantes de Roberto Gavaldón, El Equilibrista, 1990; mientras Eduardo de la Vega Alfaro y José María Espinasa realizaron Roberto Gavaldón, director de cine, Pronósticos para la Asistencia Pública, 1996), pero en 1950 presentaría En la palma de tu mano, uno de sus títulos más recordados, a los que se sumarían obras como El niño y la niebla (1953), Sombra verde (1954), De carne somos (1954), La Escondida (1954), Flor de mayo (1957), Miércoles de ceniza (1958), así como la muy exitosa trilogía de Heraclio Bernal (1957) y El Siete de copas (1957); estas últimas con Antonio Aguilar en el estelar.

Macario

Basado en un cuento de Bruno Traven, con adaptación de Emilio Carballido y Gavaldón, Macario (1960) fue la película que consagró internacionalmente al director. La trama presenta a un hombre con cinco hijos y una pobreza que le cubre la piel y la cierra la mirada, el duro y altivo trabajador que vende leña, Macario (Ignacio López Tarso), escucha con espanto la reflexión del fabricante de velas del pueblo: Hay que tener más consideraciones con los muertos, porque pasamos mucho más tiempo muertos que vivos. Total, en esta vida, todos nacemos para morirnos.

Macario se interna en el bosque para degustar el guajolote que su esposa le prepara como gran platillo personal. Se le aparece el Diablo (José Gálvez), pero el hombre rechaza los dineros ofrecidos para compartir un bocado. Llega Dios (José Luis Jiménez) y Macario, sabiendo que sólo espera un buen gesto suyo, le explica las razones para no darle nada. Finalmente, llega la Muerte (Enrique Lucero) y entonces, creyéndose perdido, acepta convidar la mitad de la comida, suponiendo que el tiempo que la Muerte consuma su parte, serán los minutos que a él le quedan por vivir, y así al menos podrá disfrutar de la comida.

Con maestría de cinefotografia (Gabriel Figueroa) en cada composición y desplazamiento de cámara, con una impresionante secuencia climática filmada en la Grutas de Cacahuamilpa, la precisión técnica de Roberto Gavaldón con una dirección muy clásica, sin turbulencias en movimientos de cámara y con ejes de cámara a la altura de los personajes, es una pieza sensacional. Macario pisó los más importantes festivales del mundo, con una extensa cosecha de reconocimientos, y obtuvo también la primera postulación para México a mejor película extranjera al premio Óscar.

Después de Macario, Gavaldón había obtenido la mayoría de los premios posibles en México y el extranjero, sus películas eran apreciadas y su nombre, asociado con lo mejor del cine mexicano de calidad. Sin embargo, estar en la cumbre sólo preparó una segunda fase de su carrera con otras películas de gran mérito como Rosa Blanca (1961) y la bellísima Días de otoño (1963, en la que volvió a reunir a López Tarso y a Pina Pellicer), además de la buena adaptación del mundo literario de Juan Rulfo con El gallo de oro (1964) y su versión de La vida inútil de Pito Pérez (1969). Roberto Gavaldón dirigió un total de 48 largometrajes, muchos de ellos clásicos, muchos poseedores de una orfeberería técnica notable. Fue merecedor de la medalla Salvador Toscano en 1986 en la Cineteca Nacional. Lamentablemente, el cineasta falleció unos días antes de la ceremonia.”.