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Mar de Historias

Yo amo a papá

D

e no haber sido porque a mi primo Pericles le entró la calentura y abandonó el seminario, en nuestro pueblo tan remoto jamás nos habríamos enterado de que por allá, desde l919, se dedicaba un día de junio a festejar a los padres. Expuestos de una manera tan esquemática, esos acontecimientos parecen irrelevantes; sin embargo, para nosotros tuvieron repercusiones significativas.

I

Como era importante que hubiera un sacerdote en la familia, mis tíos mandaron a su hijo Pericles a un seminario en San Luis con la esperanza de que naciera en él la vocación sacerdotal. Tiempo después, en sus primeras vacaciones largas, mi primo volvió al pueblo. Empezó su ronda de visitas de cortesía por nuestra casa. Al ver a mi hermana Casandra, ya convertida en una quinceañera radiante, no disimuló su simpatía hacia ella y a partir de esa tarde iba a vernos a diario.

Cuando estaban a punto de terminar las vacaciones de Pericles, la familia organizó un día de campo en su honor. Durante la comida hubo declamadores, cantantes espontáneos y besos furtivos. Por la noche, mientras íbamos de vuelta a la casa, oí a mi primo confesarle su amor a mi hermana, sus aspiraciones de matrimonio y su decisión de abandonar el seminario. Casandra, ya novia de Tiburcio, el hijo de El Dorado, se sintió ofendida, y no dudo que también halagada.

El motivo de la deserción de Pericles originó un conflicto muy grave y fue causa de la ruptura temporal entre las dos familias. Mi primo, sintiéndose culpable del problema, se exilió en Estados Unidos. Se fue sin decir adónde iba: sólo deseaba alejarse de la tentación y huir de los abrumadores reclamos de sus padres, que se consideraban infelices como nunca por el absurdo enamoramiento de su único hijo, pero sobre todo porque hubiera pisoteado sus ilusiones de verlo algún día investido Cardenal, si no es que Papa. Ambas posibilidades representaban una especie de salvoconducto al cielo para mis tíos, más allá del comportamiento que pudieran tener y de su actividad secreta: prestamistas.

II

Pasó tiempo sin que tuviéramos noticias de Pericles. Mi tía Margarita, siempre mirando al cielo, lamentaba la pérdida de su hijo: el más guapo de la familia, el único varón, el único pelirrojo, el único que se llamaba Pericles –cosa extraordinaria en una familia donde, por generaciones, abundaron los Manueles, ­Pedros, Jesuses y Juanes.

Tres años después de su partida, apremiado por la nostalgia, Pericles regresó casado con una hondureña –de quien sólo vimos el retrato– y con unos kilos de más muy favorecedores. Tenerlo otra vez cerca fue muy grato, pero menos que escucharlo describir los lugares y las costumbres de allá, entre otras la que mencioné antes: reservar un día de junio a consentir a los padres. Por ser los primeros en festejar al nuestro, adquirimos cierta notoriedad en el pueblo, cosa que le debemos a mi primo.

III

Mi padre iba manejando cuando ocurrió el accidente carretero donde murió Jacinto, su medio hermano y socio en la tienda El Resbalón. Estuvo dos meses en el hospital y, ya repuesto de las fracturas sufridas, volvió a la casa. Enseguida nos dimos cuenta de que había cambiado. De ser una persona enérgica, llena de humor y expresiva, pasó a ser un hombre silencioso, retraído, irritable y que sufría olvidos frecuentes.

Nuestra vida se volvió complicada, triste, pese a los enormes esfuerzos de mi madre para que las cosas fueran como antes, para que mi hermana y yo entendiéramos que el alejamiento de mi padre, sus rechazos, no eran desamor hacia nosotras, sino consecuencia del horrible accidente. Mi hermana y yo tratamos de comprender, de acercarnos lo más posible a nuestro padre y, sin embargo, por sus reacciones, al final nos quedaba la sensación de abandono, de orfandad.

IV

Siempre que llega el Día del Padre recuerdo la primera vez que lo celebramos en la casa. Hacer los preparativos en secreto nos emocionaba mucho a Casandra y a mí, pero más a mi madre. Al menos yo, durante el proceso de nuestra conspiración amorosa, la veía como a otra hermana traviesa y alegre, urgida de sentir la emoción de mi padre al verse festejado.

Recuerdo que por las noches, de una cama a otra, mi hermana y yo pasábamos largos ratos decidiendo qué íbamos a regalarle a nuestro padre. Casandra pensó en tejerle una bufanda, yo en bordar sus iniciales (ARG) en un pa­ñuelo. Mal alumbradas por una lámpara sorda, en medio de la penumbra tejíamos y bordábamos en secreto, como dos arañitas.

Nos tomó menos tiempo decidir cómo íbamos a decorar y qué íbamos a poner en las tarjetas que identificarían nuestros regalos. Queríamos que los dibujos y las frases resultaran originales, distintas, y por eso trabajaba cada una por su lado, sin dar indicios ni pistas de lo que estábamos haciendo.

V

La noche previa a la celebración dormimos poco y por la mañana, cuando saludamos a mi padre en el comedor, procuramos hacerlo como siempre. Sin embargo, nuestro constante intercambio de miradas y nuestra risa nerviosa le hicieron sospechar que algo ocurría. Permanecimos calladas.

Fue muy conmovedor el momento en que mi madre puso un ramo de flores silvestres frente al sitio que mi padre ocupaba en la mesa y le dijo: Son mi regalo. Las niñas también tienen algo para ti. Mi hermana y yo sacamos del escondite nuestros obsequios y se los entregamos a mi padre. En silencio nos miró durante el que me pareció muy largo tiempo y, de pronto, abrió los brazos para recibirnos en ellos y estrecharnos con una calidez y una emoción que nos hizo sentir –creo que como nunca antes– su ternura y amor. Mientras permanecíamos abrazados, mi madre leyó en voz alta los mensajes en las tarjetas: Yo amo a papá. Al darnos cuenta de que habíamos escrito las mismas palabras, Casandra y yo nos echamos a reír.

De verdad, aquellos fueron momentos maravillosos. Se los deberemos para siempre a mi primo: el más guapo de la familia, el único pelirrojo y el único en llamarse Pericles.