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Mar de Historias

Focos rojos

M

ientras espera que den las seis de la tarde, Úrsula sigue pensando en la llamada que le hizo anoche Dévora preguntándole si podía ir a visitarla: necesitaba hablar con ella en privado. Por más que le insistió en que le adelantara el tema de la conversación, su hija se limitó a decirle que sería mejor abordarlo cuando se vieran.

Tanta parquedad y el hecho de que Dévora vaya a visitarla entre semana la intranquiliza, la hace sospechar que su hija está atravesando por otra crisis. Tal vez haya vuelto a tener problemas con su esposo. Durante las últimas comidas dominicales se dio cuenta de que la pareja se la pasaba discutiendo. No le extrañaría que terminaran separándose. Leyó en una revista que a raíz del confinamiento, la violencia intrafamiliar ha aumentado exponencialmente –memorizó la frase– y que los divorcios están a la orden del día. Lo único que me faltaba en estos momentos: tener una hija divorciada, murmura.

II

Otra eventualidad que justifique la inesperada visita puede ser que Dévora vaya a decirle que perdió su trabajo. De ser así, ella y Joel, su marido –desempleado desde hace más de un año– tendrán que salirse de su departamento y pedirle asilo. Después de tanto tiempo de vivir sola le resultará difícil acostumbrarse a la compañía de dos personas, sobre todo en departamento de una sola recámara. Alguien tendrá que dormir en la sala: ella.

Con Joel presente todo el día, ya no podrá andar por la casa en ropa interior, embadurnarse de la cera con que elimina el vello facial, teñirse el cabello mientras ve la televisión y se toma una copita o hacer su rutina de ejercicios enfundada en la botarga quema grasa que la mantiene en talla seis.

De pronto visualiza una situación en la que no había pensado: si alguna vez Dévora y Joel pelean en su presencia y piden su arbitraje, ¿a quién tendrá que darle la razón? Sin pensarlo, a ella, pero comprende que eso sería injusto. Dévora tiene el defecto de ser inflexible y terca.Si esas características de su hija han suscitado varias discusiones telefónicas, ¿qué será si llegan a convivir?

III

Sus pensamientos la llevan a sentirse egoísta y mezquina ante Joel, su yerno (el hecho de que coleccione cajitas de cerillos y sacacorchos lo vuelven una persona aburrida, pero no incómoda), y la hija que más la procura. La mayor, Narda, en general es muy indiferente; sus hijos, Virgilio y Germán, que viven haciendo malabarismos para mantener abierta la maderería, están siempre tensos y apresurados.

Agobiada por sus deducciones, Úrsula reconoce que es inútil seguir elucubrando. Será mejor que de una vez saque a ventilar los trajes de fantasía que, hasta poco antes de la pandemia, llevaba para su venta a las tiendas especializadas en disfraces. Todos sus modelos son originales, encantadores; algunos, hasta un poco atrevidos. A veces se los sobrepone al cuerpo y da vueltas imaginando que está en un carnaval. A ese juego tendrá que renunciar también si –como es posible que ocurra– se mudan a su casa Dévora y Joel. El chillido del timbre la sobresalta. Jura otra vez que lo sustituirá por uno musical, menos agresivo.

IV

Dévora entra en el departamento. Mientras siente las nubes de espray con que la desinfecta su madre, se abanica con el cubrebocas:

–Ay hija, vienes muy acalorada. Acabo de preparar agua de limón, ¿te traigo?

–Luego, después de que hablemos.

–También tengo urgencia. Desde que me llamaste he estado pensando que te sucede algo.

–A mí no, madre; ¡a ti! Mira, sé que mis hermanos y yo no somos los mejores hijos, pero todos, en la medida de lo posible, hemos procurado evitar que te sientas indefensa, sola, abandonada. Cuando te deprimas o te angusties recuerda que nos tienes a nosotros y que no necesitas pedirle ayuda a nadie más.

–¿Para qué? Duermo bien, me despierto animada, hago mis cosas, me siento tranquila. Creo que ya me acostumbré al ­aislamiento.

–Si fuera cierto no te habrías metido a la papiroflexia.

–Eso qué es: ¿droga o secta?

–No, madre, es a lo que te dedicas cuando estás sola.

–Me dedico a tantas cosas... Aunque ahorita no pueda llevarlos a las tiendas, sigo diseñando mis trajes de fantasía. Ahora, no sé por qué, se me ocurrió hacer un disfraz de libélula. Es muy ligero, de tul y está todo salpicado de chaquiras nacaradas. ¡Brilla divino!

–Eso, madre, ¡eso sí es lo tuyo! Además, es lo que te sale de maravilla.

–Eso me dicen... Hace años tuve oportunidad de irme a Los Ángeles para trabajar como vestuarista. Tu padre, que fue tan generoso conmigo, me dijo: Vete. No pierdas esta oportunidad. Pero no acepté porque tú y tus hermanos estaban muy chicos; no quise dejarlos y que se sintieran como huérfanos.

–Así me sentí, huérfana, la otra tarde en que vine sin avisarte y te encontré haciendo ranitas de papel. Me dio mucha tristeza; me pareció que te habías ido, que eras otra. Entiéndeme: desde que me acuerdo siempre te he visto con tus maniquíes, rodeada de telas brillantes, plumas, sartas de abalorios. Frente a eso, creo que la papiroflexia no te va, no es lo tuyo. Hablo en serio. ¿Por qué te causa risa lo que digo?

–No es lo que dices, sino todo lo que pensé después de que me llamaste... Imaginé todo, menos que les preocupara mi interés por el origami, y temí que tuvieras problemas de salud, deudas, conflictos con tu marido.

–¡Para nada! En los últimos meses él ha cambiado muchísimo y no sabes lo lindo que se está portando conmigo. Tiene la casa impecable y cocina que ¡qué bruto! Platicamos más que antes. El otro día me dijo que, si tú quieres, para que ya no estés sola, puedes irte a vivir con nosotros. ¿Qué yerno haría algo así por su suegra?

–No, pues ninguno.

–Me alegra que lo reconozcas. Bueno, tengo que irme, pero antes prométeme, prométeme por lo que más quieras, que dejarás de hacer ranitas de papel.

–¡Prometido! De hoy en adelante sólo haré rosas.