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Mar de Historias

Un regalo

M

uy querida Mina:

Acabo de llegar de mi trabajo. Te escribo porque necesito mantener libre el teléfono: Francisco va a llamarme para decirme el resultado de los análisis. Me urge saberlo. En caso necesario está dispuesto a operarse. No estoy de acuerdo. A la edad de mi hermano una intervención en la columna puede ser peligrosa. Mi cuñada dice que exagero, que corre mucho más riesgo en el cuarto de baño. No habla por hablar: su padre murió a los 67 años de edad a consecuencia de una caída en la tina.

Estarás pensando, y con razón, que de nuevo te escribo para comentar las noticias o mis problemas de trabajo. Aunque te parezca increíble, esta vez sólo quiero contarte una historia que a lo mejor te parece ingenua y pueril, pero que a mí me conmovió hasta las lágrimas. En estos momentos la veo como una rosa en el desierto.

Te he hablado de Obdulia y de Pascual. Eran cuñados. Cuando él quedó viudo, ya muy enfermo, ella se fue a cuidarlo y un día, hace nueve años, decidieron casarse. Muy poco después acudieron a la Residencia para solicitar su ingreso. Fue necesario que esperaran unos meses, pero al fin los aceptaron. Los veo felices, se acompañan, viven en su mundo. Si un día vienes les pediré que te dejen entrar a su cuarto. Don Pascual lo pintó de azul cielo y, aprovechando los florones de salitres en el techo, dibujó nubes blancas. ¿No te encanta?

II

Sabes que muchos de nuestros residentes sufren de abandono y no tienen adónde ni para qué salir. Desde hace años se resignaron al confinamiento, pero a raíz de la pandemia lo sobrellevan con dificultad y lo ven como la antesala del fin. Si a esto le agregamos el miedo a contraer el virus y a morir en condiciones muy dolorosas, comprenderás que hemos pasado meses difíciles. Para empezar, cambió mucho el ánimo de nuestros residentes, se quejaron de jaquecas e insomnio. A muchos tuvimos que darles tratamiento médico y a casi todos apoyo sicológico.

El panorama mejoró bastante a partir de que empezó a circular la noticia de que en varios países se estaban produciendo vacunas y que en poco tiempo llegarían a México. Desde ese momento, los internos se pasaban horas escuchando los noticieros para saber cuándo estarían incluidos en el programa de vacunación. Te cuento estos detalles porque tienen mucho que ver con la historia que desde hace días me tiene impresionada.

III

Cuando se supo que habían llegado las vacunas y que las primeras dosis se aplicarían al cuerpo médico y después a los ancianos, nuestros huéspedes tuvieron dudas. Circularon rumores, entre otros, de que sólo recibirían la vacuna quienes tuvieran una buena recomendación o dinero suficiente para comprarla. Pronto salieron a relucir envidias, rencores, celos. No cambiamos...

Para evitar más habladurías, el doctor Mancilla nos pidió a Dora Luz y a mí que organizáramos una reunión con todos nuestros residentes para informarles que personal capacitado iría a la residencia a fin de ponerles la vacuna y así evitarles una salida o hacer cola en el módulo que les asignaran. Hubo aplausos, expresiones de alivio, llanto de felicidad y hasta rezos.

Cuando pasó la euforia sugerí una breve sesión de preguntas para resolver las posibles dudas. Enseguida se escuchó la primera: ¿En qué orden se aplicarán las vacunas? Aún no lo sabía, pero dije que lo más probable era que se tomaría en cuenta el orden alfabético a partir de la primera letra del apellido paterno.

Mi explicación no fue suficiente. Don Abelardo, uno de los que lleva más tiempo asilado, pidió la palabra y una vez más se mostró escéptico: No nos hagamos tontos: a los viejos siempre nos hacen a un lado. ¿Será verdad que primero nos vacunarán a nosotros o es puro cuento? Su desconfianza, tan llanamente expuesta, provocó cierta molestia y una que otra burla.

IV

Después de la prolongada reunión, Dora Luz y yo quedamos exhaustas. No asistimos al comedor, como todas las noches, porque sólo queríamos irnos. Mi compañera se fue temprano y yo volví a mi oficina para revisar el pedido para la farmacia. De pronto escuché golpes en mi puerta. Era Obdulia. Enseguida noté su nerviosismo. Temí que don Pascual hubiera sufrido otra baja de azúcar. Me dijo que no; había dejado a su esposo en el cuarto porque ella necesitaba hablar conmigo a solas.

Al tomar asiento le pregunté qué se le ofrecía. Empezó por repetir, casi a deletrear, su nombre completo –Obdulia Abasolo Márquez– y el de su esposo –Pascual Zambrano Arteaga. Luego se me quedó mirando en espera de mi reacción. No tuve ninguna. No había entendido y me quedé callada hasta que ella volvió a hablar para expresarme su preocupación: si la vacuna se aplicaría por orden alfabético, a su marido iba a tocarle mucho después que a ella.

Le hice ver que los huéspedes que tenemos no son tantos. El proceso completo se llevaría una semana o, cuando mucho, dos. Para tranquilizarla aún más le aclaré que iban a enviarnos suficientes dosis, así que no se agotarían antes de que le llegara el turno a don Pascual. Aunque me concedió la razón, me di cuenta de que dudaba de mis palabras.

Al despedirse, Obdulia me dijo algo que no olvidaré: Pascual está muy enfermo, cada día más débil. No me lo dice, pero sé que teme contagiarse antes de que ya no haya riesgo. Él ha sido muy bueno conmigo, me ha dado todo lo que ha podido; yo no tengo nada y sólo puedo darle mi lugar en la lista de vacunación. Ayúdeme. Al oírla recordé a alguien que habría hecho lo mismo por... tú ya sabes quién.