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Mar de Historias

Polvo del camino

D

oña Isabel, no se imagina el gusto que me da verla tan activa, tan animada, y no como en los días anteriores... Le juro que me asustó. ¿A qué se debe el cambio?

–A que seguí su consejo.

–Ya perdí la cuenta de todos los que le he dado y no les ha hecho caso.

–Pues a este sí: dejé de leer y me puse a escribir. Le advierto que en mi cuento, o lo que sea, la metí a usted.

–¿Y de qué salgo?

–Pues de lo que es: Ana, mi cuidadora, mi brazo derecho, mi amiga y, en mis malos ratos, también mi víctima.

–No diga eso. Comprendo que a veces, con tantos meses sin salir, se ponga de mal humor.

–Pues sí, pero si estoy confinada no es por su culpa. ¿Me perdona? Dígame que sí.

–No tengo nada que perdonar. ¿Puedo ver lo que escribió?

–No espere demasiado. Usted sabe que no soy...

–Ya, no le dé vueltas y muéstremelo.

–Ha visto que no se me da la computadora. Aquí tengo mi cuaderno, a ver si le entiende a mi letra. ¿Le pido un favor? No, dos: que lea en voz alta y que cuando se aburra simplemente lo deje y se dedique a otra cosa.

II

Título: Polvo del camino.

–¿Qué le sucede, Guadalupe? ¿Por qué no quiere levantarse? ¿Se siente mal? ¿Necesita a su médico?

–No me siento enferma, sólo estoy cansada. Fue tan largo el viaje, quizá porque el coche se bamboleaba mucho por el camino desigual, entre nubes de polvo. A cada rato mi padre nos miraba por el retrovisor y decía: No vean para atrás. Nunca hay que ver para atrás. Llorando en silencio, mi madre secundaba la orden, como si Mauro y yo no hubiéramos sido capaces de entenderla.

–Guadalupe: no comprendo de qué me habla.

III

–Del viaje. Aquel amanecer sólo se oían el carraspeo del motor y los desesperados ladridos de Pingüica para hacerse presente y pedirnos que lo subiéramos al asiento trasero del coche, igual que cuando algún domingo íbamos de día de campo a Las Huertas, a una boda en Picones o simplemente bajábamos al pueblo para hacer las compras. Cuando Pingüica lograba emparejarse con el coche y era posible verla a través de la ventanilla cerrada, Mauro y yo le decíamos palabras cariñosas, le asegurábamos que pronto la visitaríamos y nunca íbamos a olvidarla.

–¿Su hermano vive?

–No, pero muchas veces conversamos acerca de aquel amanecer y recordamos que Pingüica, en su desaforada carrera, con sus patas hacía más densa la polvareda que iban dejando atrás las llantas del coche. Cuando llegamos a las trancas, mi padre se detuvo y se puso a retirarlas. Pingüica frenó su carrera y se quedó esperando, junto a la portezuela, el momento de unirse a nosotros. No tuvo oportunidad de hacerlo porque enseguida reemprendimos el viaje. Antes de llegar al entronque de caminos y desoyendo la orden paterna, miré hacia atrás. Como siempre a esas horas, empezaban a levantarse aislados penachos de humo sobre los jacales y las pocas casas que había. Bajo los primeros rayos de Sol las ruinas de la capilla, encaladas y con las huellas del fuego, parecía incendiarse otra vez. Vi también a Pingüica, inmóvil en medio del camino, que conforme nos alejábamos se iba haciendo más y más pequeña, hasta convertirse en un punto borrado por la neblina y el polvo.

–Debe haber sido una experiencia muy dura.

–Sí. La reviví anoche y hasta imaginé a Pingüica aquel amanecer, cabizbaja, con la cola entre las patas, olfateando el camino de regreso a la casa, que encontraría abandonada, con las ventanas y la puerta abiertas, ya sin nada ni nadie a quien guardar. Soñé todo eso con precisión, como si estuviera leyéndolo. Durante años traté de reconstruir aquel capítulo de la vida familiar, pero sólo conseguía fragmentos, escenas aisladas; sin embargo, en mi sueño de anoche...

–Cálmese. No le dé tanta importancia a lo que sólo fue un sueño, usted acaba de decirlo.

–Sí, pero hizo que volviera allá.

–¿Adónde?

IV

–Al rancho que dejamos para siempre aquel amanecer. Mi padre pensó que saliendo a esas horas evitaríamos las despedidas, las condolencias por parte de los pocos vecinos que seguían brindándonos su amistad. Los demás nos retiraron la palabra porque responsabilizaron a Mauro –por ser custodio de la capilla– del incendio. Algunas personas, al pasar frente a la casa, nos gritaban insultos, los niños tenían prohibido juntarse con Mauro y conmigo, y en el campo mi padre no tuvo más ayuda que la de mi madre y mi hermano. La única que siguió siendo nuestra amiga fue Pingüica y, sin embargo, la abandonamos. Si pudiera explicarle lo mal que aún me siento por eso...

–Espero que no se moleste por lo que voy a preguntarle: en circunstancias normales, ¿le daría tanta importancia a un sueño?

–A este sí, porque me devolvió una parte de mi vida. Otra vez desatendí la orden de mi padre y miré hacia atrás. Eso tiene sus riesgos: también se ven las ausencias, las pérdidas.

–Es mejor que lo olvide.

–Ojalá que olvidar fuera tan fácil como quitarse el polvo del camino.

V

–¿Aquí termina la historia?

–Sí, no hay para qué hacerla más larga.

–¿Por qué se le ocurrió escribirla?

–Ayer todo el día se oyeron los aullidos desgarradores de un perro. Pensé que tenía hambre o que tal vez su dueño lo había abandonado. Recordé a Pingüica. Me enorgullece saber que cumplí al menos parte de la promesa que le hice: jamás olvidarla.