Opinión
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La muestra

Pastor o impostor

P

olonia, época actual. En un centro de detención para delincuentes juveniles, el joven Daniel (Bartosz Bielenia), de 20 años, descubre providencialmente que tiene una vocación religiosa. A punto de cumplir su condena y ser liberado, le confía al sacerdote del reformatorio, el padre Tomasz (Lukasz Simlate), su deseo de ingresar en un seminario. Por sus antecedentes penales, dicha aspiración se ve frustrada y el joven debe contentarse con aceptar un trabajo en un aserradero situado en una comarca lejana. En ese lugar y por circunstancias y equívocos que aprovecha con astucia, Daniel asume fraudulentamente la identidad de cura recién ordenado hasta volverse el líder espiritual, polémico y muy heterodoxo, de la parroquia local.

El pueblo al que llega el joven impostor tiene también su propia historia de simulación e hipocresía. Allí se vive un duelo colectivo por la muerte de seis jóvenes en un accidente de carretera, suceso por el cual estigmatizan con crueldad a la viuda de Slawek, el conductor responsable de la tragedia. De manera ritual se conmemora con rezos un muro de fotografías de las víctimas. Daniel será una pieza clave para intentar conciliar los ánimos muy enardecidos de una colectividad sin disposición alguna para un gesto de conmiseración moral o de perdón.

Basado en hechos reales, el guion de Mateusz Pacewicz trasciende la anécdota que es punto de partida de Pastor o impostor (Corpus Christi, 2019), tercer largometraje de ficción del realizador Jan Komasa, para señalar el agotamiento espiritual que actualmente atraviesa una institución católica polaca muy renuente a la modernización y al cambio. El caso de Daniel, un joven lleno de vitalidad inventiva, es al respecto sintomático. Él atiende a las enseñanzas de su mentor progresista, el padre Tomasz, respecto a la necesidad de una comunicación directa con Dios (Hablar con él en lugar de rezar), y lo hace con tanto celo que incluso asume la identidad de su maestro para ejercer su nuevo oficio venal de cura de aldea. Por un azar apenas creíble, la enfermedad del vicario local le permite asumir por un tiempo sus funciones, y en ese cambio providencial hay también una evidente mudanza de mentalidades. Lo viejo deja provisionalmente el lugar a lo más joven. En ese relevo inesperado, la comunidad de feligreses advierte, primero con desconcierto, luego con entusiasmo, los posibles beneficios de una fuerte sacudida a sus certidumbres rutinarias.

Lo notable en la cinta es la manera en que el director maneja diversos grados de ambigüedad moral en los personajes centrales. Todos parecen compartir secretos inconfesables y eso impide que Daniel, el impostor, sea una anomalía total en el pueblo y que se vea de inmediato sometido a una censura abierta. Asimismo, está el caso de un alcalde corrupto que procura ganarse la confianza del nuevo cura o someterlo a sus chantajes para actuar con impunidad. O la acumulación de rencores colectivos que responden a agravios ciertos, pero que también sacan a flote una conducta mezquina generalizada muy contraria a todo ideal de piedad cristiana. El silencio, la mentira y el engaño se presentan así como elementos penosamente necesarios para instalar en el poblado un mínimo de cohesión y de paz social. En medio de este clima de una doble moral institucionalizada, el director revela momentos de honestidad espiritual y de inocencia, como la breve y discreta visita del cura a una anciana moribunda o la intensa complicidad que Daniel mantiene con Marta (Eliza Rycembel), joven que coloca el imperativo de la verdad muy por encima de las animosidades de una madre intolerante y de los intereses nada transparentes de su pueblo. El título original, ocurrencia muy elemental, no le hace justicia a la cinta. Más sugerente es el original Corpus Christi, que alude a la novedosa encarnación de un ideal cristiano en el cuerpo gozoso y tatuado de un joven farsante paradójicamente obsesionado por la verdad.

Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 13 y 18:30 horas.