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Mar de historias

Frío

P

asan de las dos de la tarde y Mercedes no consigue olvidar la noticia que Nancy –su compañera de mostrador en El Nuevo Edén– leyó en voz alta esta mañana: El Covid-19 ha dejado, hasta el momento, 2 mil 500 huérfanos, desde bebés hasta jóvenes de l8 años. Al concluir la lectura se dirigió a ella: Ay, Meche: ¿qué sentirá una criatura de cinco o seis años al verse sola, sin padres? Frío, mucho frío, fue su respuesta. Nancy la corrigió: Creo que más bien tristeza, aunque a lo mejor nada. A esa edad un niño todavía no se da bien cuenta de las cosas. Fíjate, yo era muy chica cuando encontré...

Mercedes no quiso escuchar más. Con el pretexto de ir por unas bolsitas de azafrán bajó a la bodega. Necesitaba unos minutos a solas para serenarse y y sofocar el llanto. De no haberlo conseguido, en cuanto sus compañeras notaran que había llorado, la someterían a un interrogatorio implacable: ¿Por qué lloraste? ¿Te sucede algo? ¿Alguien de tu familia murió?

II

Aunque imaginaria, la última pregunta la remitió a un momento que se ha esforzado por olvidar: la mañana en que Refugio, la portera, llamó a su puerta con urgencia y le dijo: Despierta a tu hermana. Vístanse. Tenemos que irnos? ¿Adónde?, preguntó. Aquí cerca. ¡Apúrale!

A esas horas, en el edificio pocas ventanas se veían iluminadas. Afuera, las calles estaban oscuras y solitarias. Cuando llegaron a la terminal vio un círculo de personas en derredor de un cuerpo bajo una sábana blanca. El barrendero que lo había descubierto tirado a media calle se encargó de levantarla para que las niñas pudieran reconocer a su madre. En ese instante, Mercedes sintió un frío tan intenso que la hizo estremecerse. Reyna, entonces de cinco años, quiso saber qué le sucedía a su mamá. Alguien contestó: Está descansando. Tú y tu hermana denle un besito, pero no la molesten. Mercedes recuerda el leve contacto con la piel de su madre, rígida y gris. El frío.

Han pasado más de treinta años de aquella hora amarga que Mercedes ha querido borrar de su mente y, sin embargo, hace unos minutos, sin proponérselo, recuperó cada momento de un día larguísimo y complicado. Cuando regresaron al edificio acompañadas por Refugio y se encaminaban a su vivienda –apenas un cuarto de techo muy bajo en el entresuelo de un viejo edificio– sintió las miradas de sus vecinos, vio a algunos llevarse la mano al pecho y escuchó que Amelia, con su bebé en brazos, decía: Pobres criaturas; solas. ¿Qué irán a hacer? El frío que sintió aquella mañana hoy ha vuelto a sacudirla con la misma intensidad.

III

Ya más tranquila, Mercedes regresó a su sitio tras el mostrador. Atendió a los clientes, pero sin poder concentrarse. Seguía hundida en sus recuerdos y en el de los huérfanos mencionados por Nancy. Se reconoce en ellos. Piensa que muchos quizá tengan la misma edad que ella tenía en el momento de perder a su madre. Con ella ausente y sin esperanzas de verla regresar, su vivienda le pareció inmensa.

Los primeros días de orfandad, pese a sus solícitos vecinos, ella y su hermana quedaron paralizadas. Pasaban todo el tiempo en silencio. Tiene presente a Reyna en la cama, junto a ella, bajo el tendedero de ropa usada, aún húmeda, que su mamá pensaba vender en el tianguis que aparecía en el barrio los domingos.

Mercedes recuerda que su madre –a quien le gustaba que la llamaran por su nombre: Flora–, durante la semana salía muy temprano con su carga de ropa en busca del mejor sitio donde vender las prendas que compraba en los tiraderos de Tepito y luego remataba en las inmediaciones de fábricas, mercados y hospitales. Al regreso de sus interminables jornadas se le veía cansada y triste, pero aun así les preguntaba qué habían hecho durante su ausencia y si habían seguido las indicaciones que les reiteraba cada mañana antes de irse: No jueguen en la calle; quédense aquí. No dejen a nadie entrar al cuarto. No conecten la hornilla.

Muchas veces, en ausencia de su madre y a falta de otros juegos, se disfrazaban con las ropas colgadas en lazos tendidos de una pared a otra. Su aspecto las hacía reír e imaginarse ya adultas, capaces de ayudar a Flora en su comercio callejero y también después, cuando realizara su sueño de poner una tienda de la que ya tenía pensado el nombre: Las tres flores.

IV

Mercedes termina la conversación que sostuvo por celular con Reyna, a quien había llamado para decirle que en El Nuevo Edén estaban haciendo inventario y por eso llegaría un poco tarde. La verdad era otra: necesitaba deshacerse de todos los recuerdos que le había traído conocer el saldo inquietante de huérfanos. Niños desconocidos que al mismo tiempo eran ella y su hermana. En el futuro tal vez sus historias se parecieran a las de ellas: dos almas solitarias, perdidas en el mundo, dispuestas a luchar. Eso lo habían aprendido de Flora.

Al evocar su nombre, Mercedes la recuerda como era: pequeña, morena, intensa en la expresión, callada, pero muy amorosa cuando lograba sobreponerse al cansancio. Me gustaría tanto abrazarla, murmura cuando, de pronto, a sus espaldas oye la voz de Nancy: Meche, ¡cuidado! “¿Con qué?, pregunta Mercedes, molesta por la aparición de su compañera. Por poquito te atropella el diablero que pasó. ¿No te fijaste? No, venía pensando. ¿En qué? En la noticia que nos leíste en la mañana. Aunque no me lo creas, yo también he estado pensando en esos niños. Me causan mucha lástima, sobre todo los más chicos. ¿Te imaginas qué sentirán? Frío, mucho frío, responde Mercedes antes de acelerar el paso y confundirse entre la multitud que abarrota la calle.