Opinión
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El Estado secreto
“L

a dificultad no proviene de las nuevas ideas, sino de escapar de las viejas”. Esta frase de John Maynard Keynes me vino a la cabeza esta semana en la que algunos defendieron algo tan secreto que no supieron que estaban abogando por bebederos escolares que duraban dos años, investigaciones para el papel de baño de una corporación o una olimpiada que hospedó a los atletas en hoteles de paso.

El rosario de proyectos que se escondieron bajo la palabra ciencia, genuinos o falsos, tienen en común que no obedecen a una idea argumentada del interés nacional, sino de la lógica interna de grupos particulares; sus fines últimos escapaban a la discusión pública.

De haberse discutido por qué se gastaba más dinero público en los traslados de una funcionaria de una fundación privada que en apariencia hacía el trabajo de los consulados en apoyo a los migrantes irregulares y regulares en Estados Unidos, que en un instituto dedicado al desarrollo de satélites, el interés nacional hubiera surgido de la obviedad de las prioridades.

Nadie ha visto nunca al Estado. No es alguien ni algo, sino una relación entre hombres mediante la cual el derecho a mandar es independiente de la persona que manda. El Estado es la forma en que incorporamos en nosotros la obediencia a lo legítimo y su continuidad: la autoridad prevalece aunque el jefe se vaya.

Así, el Estado es una estructura de poder y las instituciones son resultado de su repetición. Pero no se puede ser voluntariamente dócil a organizaciones secretas que operan con dinero público.

Desde arriba, los años de la 4T han sido una reorientación de las coordenadas del Estado hacia sus fines propios, como la redistribución de las riquezas que, por sí mismos, los particulares no pueden ni están interesados en atender. Otra es la defensa de la soberanía del país.

Es un freno a lo corporativo como lo privado que no tiene responsabilidad porque sus medios y fines son despersonalizados, nunca sujetos a debate público, voluntariamente ignorantes de las consecuencias que sus negocios causan en el resto.

Desde abajo, la 4T es un nuevo arreglo entre lo plebeyo y las élites, donde la soberanía popular es el debate sobre los medios y fines del interés nacional.

A diferencia de lo que se dijo en América Latina hace tres décadas, la democracia y el neoliberalismo están ahora enfrentados.

Por eso no es tan útil en este momento la coordenada izquierda-derecha, sino plebeyo-élites, o transparencia-secreto. En cuanto a su relación con la autoridad, lo privado debe ser transparente aunque sea privilegiado. Sólo así sabemos si su subsidio fortalece o no el interés general.

Además de la duplicidad de las funciones del Estado en manos privadas, el debate arrojó otra vez el uso del secreto como estrategia; promover una actitud que Albert Hirschman llamó la tesis de la inutilidad. Ésta dice que toda política nueva traerá peores condiciones, por lo que es mejor dejarlas como están.

El PRI vivió de eso durante siete décadas. Lo que subyace a ese argumento se esgrimió con un tono condescendiente por parte de los beneficiados privados: sin conocer qué hacemos, se nos quita el mecanismo que permitía el privilegio del secreto. No los recursos, sino el privilegio de no dar explicaciones a nadie. La idea es que la ignorancia es un atributo de los pobres, las masas, los no-educados, y no –sobre todo– un recurso de los poderosos. La forma en que funciona el argumento es circular: no pueden condenarlo porque no lo conocen y no lo conocen porque son ignorantes; por lo tanto, su condena vendrá sólo de su desconocimiento. Esa condescendencia de los defensores del dinero público a la ciencia, describe la ignorancia de la élite que no puede entender su propio privilegio más que como un derecho heredado.

Ya desde 1776, Thomas Paine veía en ello un peligro para las repúblicas nacientes en América: los hombres que se consideran nacidos para reinar están envenenados desde temprano por su propia importancia. El mundo sobre el que actúan difiere tan radicalmente del mundo en general que tienen pocas oportunidades de conocer sus verdaderos intereses; sus decisiones de autoridad tienden a ser más ignorantes e inadecuadas que las del resto.

Así, terminamos por saber que en lo relativo a fideicomisos pagados con dinero público había, no sólo secretos que confunden la confidencialidad con ignorancia estratégica, sino una dispersión de proyectos donde no se asoma el interés nacional, el desarrollo o el porvenir. No es sólo responsabilidad de los grupos de la élite, por supuesto. Es del Estado que se dedicó a pulverizar recursos para muchos y concentrar en unos cuantos la mayoría de los subsidios: Monsanto, Kimberly Clark y Whirlpool, entre otros.

Es como alguna vez le dijo Ludwig Wittgenstein a quien se quejaba de que un gran filósofo como él quisiera enseñar en una primaria rural a los niños: Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que afuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cueste mantenerse en pie.