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¿La fiesta en paz?

¿Qué hacer con la tradición taurina de México? // Especialistas sorprendidos

L

a pregunta de arriba es correcta, pues plantearse ¿qué hacer con la fiesta brava de México? ya fue respondida a lo largo de las últimas tres décadas por los empresarios taurinos más adinerados de la historia, con unos recursos proporcionales a su falta de sensibilidad, pobre percepción de la grandeza del toreo, apuesta por el toro joven y dócil, amiguismo, dependencia de diestros extranjeros, ninguneo de nacionales con cualidades, tacaña promoción de la fiesta, inobservancia del reglamento y una gestión de espaldas al público, pues su concepto de negocio taurino no depende de la asistencia a las plazas.

Entonces, como su rigor de resultados empresariales no se sustenta en la ética intrínseca de la tauromaquia, en la competencia torera ni en la sostenida pasión popular sino en el mangoneo monopólico y en una estética para fifís, el camino desandado en estos 30 años supera con mucho los trastornos causados por el dichoso coronavirus, tan invocado y magnificado como discreto en su letalidad (menos de un millón de víctimas en un planeta con 7 mil 800 millones de habitantes y menos de 100 mil en un país con 120 millones de ciudadanos).

La tradición es algo que no se consigue en minas, tiendas departamentales o en distribuidoras de autos, sino a costa de siglos de esforzada transmisión del patrimonio cultural de una generación a otra. Se trata de un prestigio colectivo con la marca del espíritu humano, no de capitales efímeros, de la acumulación de sentimientos y conocimientos siempre amenazados por la falta de respeto a la inteligencia y a la creatividad individual y colectiva. La tradición bien entendida es, en última instancia, testimonio que confiere trascendencia a las costumbres.

Tanto poder económico no ha sido suficiente para reposicionar la fiesta de los toros en el gusto popular, que posee una emocionalidad muy diferente a la de los dueños del negocio, figurines, apoderados y productores del toro de la ilusión, obsesionados en una estética sin ética. A la confusión anterior hay que añadir la cerrazón del sistema, renuente a cambiar su anquilosado criterio de mangoneo sin competencia y a tomar en cuenta méritos y cualidades toreras, cerrando el acceso al reducido círculo de los diestros que figuran, aunque sin calar en el gran público.

Tan pobre desempeño y mediocres complicidades han contado, sin embargo, con el lamentable aval de los distintos sectores de la fiesta, autoridades encargadas de hacer cumplir el reglamento más una comisión taurina que no ha servido para nada, una crítica amiga que justifica cuanto discurre la empresa en turno, un público cuya forma de protestar es no asistir a las plazas, algunos antitaurinos estridentes y, como cereza en el pastel, el condicionado coronavirus –reabrir centros comerciales sí, reanudar festejos taurinos, no.

Por lo pronto, reputados comunicadores ahora se preguntan qué hacer con la fiesta de toros que contribuyeron a crear y a divulgar, y por fin reconocen que en México no tenemos figuras de arrastre porque los dineros y facilidades son para diestros importados, no para fomentar el surgimiento de toreros que emocionen ni para promover un espectáculo urgido como nunca de difusión y capacitación. La advertencia no por obvia deja de ser apremiante: si los dueños del negocio taurino y sus leales sectores, incluida Tauromaquia Mexhincada, continúan cerrando filas en torno a sus intereses y no en favor de la fiesta brava de México, ésta tiene sus días contados, y no precisamente por el virus.