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Weber: la modernidad se asoma al abismo
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ace poco realicé un experimento en cierta manera absurdo. Ante el exceso de curiosidad fallece incluso el gato, sobre todo el gato académico. Ingresé a la página de Google Académico para curiosear sobre qué autores gozaban de la mayor predilección o popularidad en el mundo universitario en español. Digamos, desde Madrid hasta la Patagonia. En esa página de Google aparecen las citas que un autor hace de otros autores. Me hice mi propia quiniela. Pensé en algún griego, Platón o Aristóteles. En Kant, en Marx (inevitable), en Freud (calculable), incluso en Heidegger, que ya ha alcanzado la cima de un clásico del siglo XX. Dudé si debía o no sumar a Foucault, sobre todo por la atracción de su prosa hermética, que lo vuelve disponible a liberales y conservadores, a filósofos, historiadores y literatos. El resultado me tomó completamente por sorpresa. En el primer lugar, aparecía Walter Benjamin; en el segundo, en efecto, Michel Foucault y, en el tercero, Max Weber.

Toda búsqueda en alguna página de Google nos retrotrae al sentimiento de un archivo delirante. Google muestra que el sueño ilustrado de reunir todo el conocimiento humano en un compendio de volúmenes –el enciclopedismo– desemboca inevitablemente en un orden que, a cada instante, escapa a cualquier ordenamiento posible. Un universo que crece de manera impredecible con mucho mayor rapidez que nuestra capacidad para reducir su complejidad. No sé si mi encuesta sea correcta. El apellido Benjamin es también un nombre común y una apelación bíblica. Y un caos similar antecede al de Weber, un apellido común en el mundo alemán. Sea como sea, el lector puede realizar su propia encuesta. Seguramente encontrará otro resultado.

Lo que está fuera de duda es que, a 100 años de su muerte, provocada en 1920 por la gripe española, acaso la baja más importante que infingió esa pandemia al pensamiento occidental, Weber se erige como uno de los pilares claves de esa auscultación sobre el mundo contemporáneo que descifró los laberintos esenciales de las maquinarias políticas, sociales y culturales de la condición moderna, pero sobre todo a los agentes y las aporías que fundaban el anuncio de su lado más oscuro.

Murió joven, a los 56 años de edad. Comenzó tardíamente su carrera académica, que nunca dejó de ser brillante. El insomnio y la depresión lo separaron muy temprano de ella. Antes de los 35 años prefirió renunciar a su cátedra. Pasó seis años sin escribir una sola palabra, entrando y saliendo de asilos mentales. Según las memorias de su esposa, consumió diez años en ese tortuoso trajín. Malgastó un cuantioso tiempo en tratar de convertirse en político al intentar fundar un partido que conjugase los principios de la socialdemocracia con los del liberalismo. En suma, su vida activa como filósofo, sociólogo e historiador debe haberse reducido a quince años. Suficientes para definir a una de las partes centrales del pensamiento occidental: la parte que se ha preguntado –y continúa con la pregunta– de por qué el mundo de la razón desemboca en las más poderosas estructuras de dominación –la burocrcia, entre otras– y, al mismo tiempo, hace prosperar a los agentes políticos, sociales y culturales de su propia destrucción. Su proximidad con la carnicería de la Primera Guerra Mundial no hizo más que reafirmar esta visión.

Con frecuencia se le sitúa como uno de los fundadores del pesimismo sociológico. Weber se habría reído de esta definición. Par él, un pesimista no era más que un estúpido solemne, y un optimista, un estúpido simpático. Sin embargo, su pensamiento resulta esencial para una reflexión crítica sobre la condición moderna y el capitalismo desde la modernidad misma. Tal vez esto es lo que define a su imperecedera actualidad.

Una de las tesis principales de su obra es que la racionalización creciente de nuestras prácticas sociales desemboca inevitablemente en el desencantamiento del mundo. Doble desencantamiento. El ser contemporáneo está convencido que es capaz de calcular las consecuencias de sus acciones. Es inútil, dice Weber. Al cerrarnos sobre nuestro miedo a errar, el mundo pierde el encantamiento de todo lo que escapa a la lógica de la razón. Y la otra forma, que sitúa a nuestras sociedades constantemente en la zona de mayor peligro. La racionalización del mundo no es más que la transformación del otro en un sujeto o un objeto (una mercancía, por ejemplo). No podemos resistirnos a reducirlo a una cifra, a una máscara. Entonces se desploma el principio de empatía social, y con él la posibilidad misma de procurar alguna forma de justicia. Es cuando puede suceder lo peor: el dominio absoluto de los ordenes burocráticos, el placer por el exterminio del otro, la modernidad como fábrica de la soledad.

Weber creía que sólo el loco es capaz de enunciar la verdad, porque no teme sus consecuencias. Y no es improbable que él mismo se considerara parte de esa sagrada, noble y selecta familia.