Opinión
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Cien años de Juan Soriano
1975 e

s acaso un año decisivo en la vida de Juan Soriano. Se hospeda en un hotelito de París, en el barrio de La Madeleine, donde cree morar en forma provisional mientras cumple con un contrato de Olivetti: un álbum de litografías que la firma italiana ofrecerá a sus mejores clientes. Juan vive desde tiempo atrás en Roma al lado de su compañero, el escritor Diego de Mesa.

Soriano trabaja en el prestigioso taller de litografías Clot, Georges et Bramsen, dirigido por el gigante danés Peter Bramsen, el capitán del navío, como lo llama Antonio Saura en un excelente texto sobre este peculiar barco y su tripulación de pintores: Roland Topor, Pierre Alechinsky, Asger Jorn, Van Velde, Pol Bury. Años antes, Francisco Toledo inició la peregrinación de artistas mexicanos a este taller frecuentado por los impresionistas en el siglo XIX. Juan se siente en este atelier como pez en el agua. En ese 1975, ahí trabajan también Carmen Parra y Alberto Gironella. Más tarde llegará José Luis Cuevas.

Juan hace y rehace una litografía donde aparece un burro al lado de un árbol. No podría decir a la sombra de un árbol, porque Soriano sigue el curso de las estaciones y el follaje verde profundo del verano pasa a las hojas doradas del otoño antes de desaparecer con la llegada de invierno, mientras el asno cambia ligeramente de posición como si tuviera vida propia animado por el soplo de la mano creadora del artista.

Recién desembarcada en París, encuentro una familia en el taller a donde voy casi a diario. Carmen Parra, generosa como siempre, me invita a escribir un texto para un álbum de tres litografías sobre la magnífica escultura de Paulina Bonaparte de Antonio Canova situada en el palacio Borghese. Carmen va a pintarla relajada en un tríptico de espejos donde aparece también el rostro de la pintora… o la escritora.

Invitados por Carmen Para y Gironella a cenas y recepciones, sin buscarlo ni percatarnos, Juan y yo, solo cada uno, hicimos pareja durante algún tiempo en esas reuniones. Parlanchín, Soriano me relataba anécdotas de su vida que me hacían reír, cuando no me hablaba de sus lecturas o reflexionaba en voz alta sobre el arte de la pintura. No me di cuenta en el momento, pero Juan, bondadoso e indulgente, me iba educando e iniciando. Lo hacía con ironía, sin burla. ¿Quería dejar México y viajar? ¿O deseaba conducirme como una turista con su lata de jalapeños en la bolsa, encerrada en un gueto de mexicanos en el extranjero, mirando hacia atrás, sin ver lo que tenía enfrente, incapaz de recibir lo que la suerte me ofrecía: el verdadero viaje? Demasiado inteligente, y más inteligente que sensual, rareza en un pintor, Soriano no temía contradecirse al afirmar: Yo nunca salí de México, Vilma. Lo traigo conmigo. Y Juan conocía la sociedad mexicana a fondo y con la perspectiva de la distancia que ayuda a ver con más claridad.

Juan no poseía dones para el comercio ni para la administración de su dinero. Todo cambió una tarde del verano de 1975: Sergio Pitol, con quien pasaba tardes prolongadas en noches, llegó a mi estudio con un hombre de belleza fulgurante a sus poco más de 30 años, Marek Keller, un polonés que vivía en París con una alemana. Yo había invitado a Soriano. Amor a primera vista, tal vez. En todo caso, un amor profundo, sin límites, unió a Juan y a Marek. Y el joven polonés, actor y pianista, quien inspiró a Andrzejewski su obra sobre la cruzada de los niños de 1212, se transformó en el mejor promotor de Soriano. Y lo sigue siendo.

Serví de modelo a Juan para varias de sus telas. Todo comenzó por mis manos: una ricachona solicitó su retrato, pero Soriano debía dotarla de dedos largos y finos de aristócrata, reía Juan. Los dedos de mi hija Tania sirvieron mejor al retrato. Entre las telas donde aparezco, hay óleo donde una mujer desnuda está sentada frente a una iguana. La iguana es idéntica a Juan. Y yo no sé todavía si la mujer retratada no es más real que yo.