Opinión
Ver día anteriorMiércoles 26 de agosto de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
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De las aulas a las pantallas
M

illones de estudiantes de diversos niveles educativos iniciaron el lunes reciente un nuevo ciclo lectivo en condiciones inéditas y extrañas para la gran mayoría: la de la educación a distancia, sea a través de señales televisivas –la forma predominante–, por videoconferencias o con una combinación de ambas. Si el arranque de las clases presenciales conlleva un enorme esfuerzo organizativo, tanto gubernamental como social, es difícil imaginar lo que ha representado mudar el sistema educativo de las aulas a las pantallas de televisión, de computadora, de tableta o de teléfono celular.

La elemental prudencia sanitaria no dejaba otra salida; el regreso físico a las escuelas habría significado un brusco incremento de la movilidad –es decir, la salida al espacio público de millones de alumnos, maestros y padres y madres– y, por tanto, el riesgo de un rebrote descontrolado de la pandemia de Covid-19. No se trataba, pues, de una disyuntiva fácil. En algunos países europeos el regreso a clases en el contexto del desconfinamiento se realizó mediante la aplicación del distanciamiento social en los planteles, una vía que en nuestro entorno no parecía practicable sin exponer a los escolares –y, con ellos, al conjunto de la población– a una nueva oleada de contagios.

Desde luego, el país no estaba preparado para un cambio tan radical en las modalidades de la enseñanza, y no deja de resultar injusto que se acuse a las autoridades educativas de improvisación. Sí, la implantación masiva de la educación a distancia tenía que improvisarse –a menos que se condenara a toda una generación de educandos a perder el año lectivo o se corriera el riesgo de rebrotes epidémicos– porque debía efectuarse en un plazo de pocos meses.

Lo anterior no significa que esta salida forzada esté funcionando bien en todos los casos ni en todos los escenarios regionales y socioeconómicos. Hay, de entrada, un problema irresoluble en el plazo inmediato, que es la existencia de grandes zonas rurales, e incluso urbanas del territorio nacional, en las que la señal televisiva es deficiente o nula, como lo es más aún la cobertura digital.

Debe considerarse también que amplios sectores de la población no tienen acceso a una señal continua de televisión e Internet, y ni siquiera de telefonía fija o celular, condiciones indispensables para esta modalidad educativa. En muchos hogares existe un solo aparato receptor, o una sola computadora, y los educandos deben competir por el uso de esos dispositivos con sus hermanos y con sus padres –muchos de ellos, a su vez, anclados al trabajo en casa–, con frecuencia en espacios hacinados, no necesariamente armónicos y precarizados por las adversidades económicas que trajo aparejadas la pandemia. Y a todo lo anterior deben agregarse las inconsistencias y los fallos que tuvieron que ocurrir de manera inevitable al mudar los planes y las herramientas de estudio de lo presencial a lo virtual.

En estas circunstancias resulta obligado, por una parte, acelerar hasta donde sea posible el desarrollo de Internet para Todos, el programa gubernamental que aspira a dar cobertura de señal digital a la totalidad de la población, así como a procurar la incorporación de todos los recursos ya existentes, como radios comunitarias y redes locales, en el esfuerzo educativo.

Pero es necesario también focalizar el trabajo en grupos de población que sufren de marginación digital y tecnológica, lo que significa nada menos que distribuir dispositivos de telecomunicaciones que son, en la situación actual, tan necesarios como los libros de texto, y capacitar de manera masiva sobre su utilización a centenares de miles o a millones de niños, jóvenes y adultos.

Un desafío de esta magnitud puede verse como un problema abrumador e irresoluble, pero también como una oportunidad para acelerar el paso en la superación de las abismales desigualdades sociales, asegurar la educación digital de toda una generación y reactivar la economía mediante la fabricación nacional de importantes volúmenes de aparatos de telecomunicaciones y de dispositivos personales. Con el antecedente de los ventiladores mecánicos diseñados y producidos en México en condiciones de urgencia, este otro reto no tiene por qué ser imposible.