Opinión
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Mar de historias

A granel

A la memoria de la gran doña Jose

I

. En peligro de extinción

Agobiados por el temor y la incertidumbre, el aislamiento, las constantes pérdidas y las ausencias, a todas horas recibimos imágenes y noticias que van de aterradoras a tristes. Pongo entre estas últimas la que encontré en un periódico, según la cual, debido a la emergencia sanitaria y a la situación económica por la que atravesamos, muchos de los pequeños comercios que dan vida e identidad a los barrios y colonias populares podrían desaparecer. El riesgo incluye a las tradicionales misceláneas.

Sabemos que de esos pequeños comercios depende la subsistencia de numerosas familias que, si el pronóstico se cumple, van a sumarse a la estadística del desempleo y se verán severamente afectadas en su economía. Por otra parte, la desaparición de este tipo de comercios significa una grave pérdida para la vida social de comunidades donde, además de ser accesibles centros de abasto, se convierten en puntos de referencia y de encuentro.

Para los niños, esos antiguos establecimientos también son muy significativos porque, además de que allí se inician en las más sencillas prácticas comerciales, ponen al alcance de su mano esas golosinas que conservan para siempre los sabores de la infancia: dulces compensaciones, gratos consuelos.

II. En pocas palabras

Otros elementos que singularizan y dan un especial encanto a las misceláneas son sus nombres. Lejos de la sofisticación y la mercadotecnia, son eficaces, sencillos, memorables y propician la cercanía: Mi Tiendita, El milagro, La esperanza, Un refugio, La buena suerte, El resbalón, La moneda de oro. Algunos, además, traslucen el grado de parentesco de sus propietarios: Chela y Tobías, Las dos hermanas, Los Olvera, El cuñado Miguel, Las abuelas.

Al escribir estos nombres me di cuenta de su poder para contarnos historias que al fin nos pertenecen a todos. Con el tiempo, al evocarlas, nos devuelven cierta atmósfera, definen una silueta o rescatan voces que hace muchos años guarda el silencio: De regreso de la chamba te pasas a Mi Tiendita y me traes un bote de sal. Vete corriendo a la tienda de doña Jose y le pides un litro de aceite, un paquete de sopa de fideo, tres blanquillos, un kilo de frijol y medio de azúcar. Le dices que lo apunte todo en mi cuenta y que el viernes, sin falta, voy a pagarle. Misceláneas: baluartes de la supervivencia.

III. Zoología

Como parte del decorado de las misceláneas que recuerdo, además de los mostradores y una silla de tule para el dependiente, nunca faltaban el altar y la fervorosa veladora a los pies del santo protector; el retrato de los fundadores con un lazo negro en el marco pringado por las moscas y en alguna parte, sobreviviente de otro tiempo, un calendario con la imagen de los volcanes, una china poblana o un paisaje campirano.

En medio de esa profusión de objetos reinaban los infaltables animales. Podían ser gatos (dormitando en alguno de los anaqueles o sobre el mostrador); perros (echados en un canasto, sobre trapos); loros viejísimos, poco sociables y maldicientes, prendidos a los barrotes de sus jaulas, listos para picotear a los intrusos).

Los asiduos al negocio mostrábamos cierto grado de familiaridad con esa pequeña fauna llamando a cada uno de sus integrantes por sus nombres: Lucas, Quiro, Chacho, Leocadio, Saturno, Rogaciano. Pocos de esos animales escapaban. Los demás cumplían su destino de envejecer en la penumbra, al lado de sus dueños. Al morir dejaban un vacío, un hueco imposible de llenar allí donde quedaban el bebedero, el canasto con los trapos, la jaula con algunas semillas de girasol y el plato del minino.

IV. Hoy no fío; mañana, sí

De ida o de regreso de la escuela pasábamos frente a El Cairo. La miscelánea ocupaba la planta baja de una casa de dos pisos con fachada de cantera que, a pesar del de-terioro, conservaba algo de su antigua elegancia. Desde la acera opuesta podían verse, a través de las ventanas con las puertas vencidas, los cielos rasos de las habitaciones superiores desprendidos de los techos y con huellas de humedad. No faltó quienes dijeran que por las noches en ese cuarto se veía algo más: la sombra de una mujer velada.

El propietario de El Cairo se llamaba Félix. Era un anciano corpulento, con cicatrices de viruela en el rostro y los párpados caídos. Cuando murió Blanquita, su esposa, la miscelánea se convirtió simplemente en la tienda del viudo. Olía a jabón, a cilantro y, sobre todo, a vinagre, debido a los encurtidos que se exhibían en grandes vitroleros a lo largo de todo el mostrador. Muchos de los asiduos a El Cairo iban allí sólo para comprar esas delicias, provocativas y estimulantes, preparadas por don Félix.

En apariencia sin familia directa y sin descendencia, el viudo abría su establecimiento durante todo el año, inclusive en Navidad y el 31 de diciembre.

Ese apego al negocio, que hacía más llevadera su soledad, le brindaba ocasión para sostener largas conversaciones y enterarse de cuanto sucedía en el barrio por boca de sus clientes –sobre todo mujeres que iban a surtirse de alimentos y, de paso, a compartir con otras amas de casa sus experiencias cotidianas o a intercambiar consejos.

De pronto, sin que nadie supiera de su existencia, apareció un joven que se ostentó como heredero de la casona. Al cabo de unos días nos enteramos de que planeaba demolerla y levantar en el terreno una casa moderna, en forma.

A su único inquilino, don Félix, le dio de plazo un mes para desmontar la miscelánea. Escuchamos la noticia con tristeza. Desaparecido El Cairo perdimos algo de nuestra vida y mucho más que un centro de abasto: a un muy buen amigo.

Después de tantos años, el heredero aún no cumple su proyecto de construir una casa en forma. Hasta la fecha queda sobre la puerta cerrada del antiguo comercio el letrero con su nombre: El Cairo. Cuando paso por allí y lo veo, descolorido y a punto de caer, imagino su interior oloroso a vinagre y a don Félix sentado en su silla de tule bajo el clásico letrero: Hoy no fío, mañana sí.