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Coronavirus y cultura
L

a epidemia de Covid-19 ha causado un incalculable daño a los países que afectó o sigue afectando. Un campo donde la catástrofe se sufre en forma aún más cruel es el de la cultura y las actividades artísticas. Los reglamentos impuestos a los habitantes para enfrentar el peligro de la epidemia, como el confinamiento o la observación de barreras de distancia, tuvieron el efecto de volver imposible todo tipo de espectáculo. Los museos se vieron obligados a cerrar sus puertas. Las librerías perdieron el derecho a recibir a sus clientes. En una palabra, la cultura corría el riesgo de morir, atacada a su vez por el veneno del Covid-19. ¿Cómo presentar una obra de teatro ante una sala vacía? ¿Cómo ver una película si las puertas del cine están cerradas? Tal cambio en las costumbres no quedó sin consecuencias. Al principio, la gente aceptó las órdenes dadas por las autoridades responsables, pero, poco a poco, fueron comprendiendo que la nueva vida que les era impuesta era simplemente invivible, era una forma de muerte.

Para los artistas, el resultado era todavía peor. Constreñidos al desempleo forzoso, fueron numerosos los amenazados por un virus tan grave como el del Covid-19, el virus de la depresión. Por suerte, algunos valerosos creadores que se negaban a morir e incluso a llorar o quejarse, hallaron una ocasión de probar que un artista puede realizar milagros. Encontraron la manera de sobrevivir. Para probarlo, se entregaron al trabajo con una energía y un ardor nuevos. Así, los bailarines volvieron a danzar. ¿Dónde? ¿En la escena de la ópera? No, en su departamento. La técnica de la difusión numérica de Internet permite encontrar un público invisible a condición de que se posea una computadora y se sepa utilizarla. El Museo del Louvre, con el mismo procedimiento técnico, pudo ofrecer gratuitamente la visita de sus salas y sus colecciones de telas colgadas en sus muros a todos los confinados deseosos de no morir de aburrimiento.

El privilegio de la cultura es ser, en primer lugar, una actividad esencialmente espiritual. Cuando abrimos un libro no estamos físicamente en presencia de su autor, pero nos comunicamos de otras formas con él, y nuestra mente entra en diálogo con la suya. Mientras un virus no pueda atentar contra la vida del espíritu, deberá limitarse a martirizar a los pobres cuerpos, de todos modos prometidos al polvo. El peor de todos los virus, el más temible, es el que ataca el espíritu. Por desgracia, existe este virus, es el propagado por todas las dictaduras, y es muy contagioso. Una de las mejores descripciones de esta dictadura espiritual fue puesta en escena con verdadero genio en el libro de George Orwell 1984, donde crea el concepto de neolengua. Se trata de la invención de una lengua nueva impuesta por los dictadores para esclavizar en forma definitiva a los pueblos sometidos a su poder. Es necesario enseñar al pueblo a hablar, o más bien, a pensar correctamente. Por ejemplo, decir soy libre cuando se es esclavo, soy feliz cuando se es torturado. Los nazis realizaron sin conocerlo, palabra por palabra, el programa imaginado en el libro de Orwell, cuando, sobre el portal de entrada a Auschwitz, inscribieron con grandes letras para que fuesen leídas por los prisioneros deportados que franqueaban ese umbral: Arbeit macht frei (el trabajo te hace libre).

No se trata de una historia antigua ni acabada. La neolengua tiene muchos días por delante. La prosa de los fervientes practicantes de la neolengua puede oírse, o leerse, a diario. Desposeer la palabra de la cosa, vaciarla de su sentido, es el camino donde se extravía el pensamiento. ¿No es la palabra el arquetipo de la cosa y el instrumento esencial para pensar? La sumisión, más espantosa que la de tiranos sanguinarios, es la que somete a la debilidad mental, la ausencia de la palabra verdadera. De los dos infinitos, el universo y la estupidez, decía Einstein, no adquirió la certeza absoluta del primero.