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Viejas y nuevas pandemias: desigualdad estructural y el Covid-19
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oy por hoy en nuestro país pareciera que todos los caminos llevan al coronavirus. La coyuntura protagonizada por el Covid-19 ha abonado al diagnóstico de México como un país históricamente enfermo, pues la cifra de las víctimas contabilizadas hasta ahora a consecuencia del virus, incluso si las sumamos a las víctimas de la pandemia de hace una década, el A/H1N1, son ínfimas si las comparamos con las enfermedades estructurales de la pobreza, la desigualdad y la violencia, cuya morbilidad ha ido en aumento durante el presente siglo y en particular los pasados 13 años. ¿Cuáles son los síntomas de nuestros padecimientos sociales, y quiénes son sus principales víctimas?

Marzo no sólo marcó el comienzo del establecimiento de las medidas de distanciamiento social para mitigar la propagación del Covid-19, sino también se convirtió en el mes con las cifras más altas asociadas a la violencia homicida en lo que va del sexenio. Dos mil 585 personas fueron asesinadas. Esta cifra supone un incremento de la violencia por segundo mes consecutivo: en enero el promedio diario de homicidios fue de 76.6 casos, en febrero ascendió a 81.1, y en marzo escaló a 83.4 casos diarios, lo que representa un alza de 9 por ciento en el nivel de violencia homicida en dos meses. Basta recordar los pasados dos años para dimensionar el nivel de preocupación que esto debería suscitar. Al cierre de 2018 la violencia dejó la muerte de 34 mil 655 personas, pero esa cifra fue superada en 2019, catalogado como el año más violento de la historia reciente, pues 35 mil 588 fueron asesinadas.

En la actual coyuntura, la violencia intrafamiliar ha registrado un alza más pronunciada que en los meses previos; las solicitudes en refugios por violencia intrafamiliar aumentaron 60 por ciento y las llamadas al 911 por el mismo rubro crecieron 25 por ciento desde el inicio de la cuarentena. En el presente encierro sanitario hemos lamentado ya el probable feminicidio de una adolescente en su domicilio en Nogales, Sonora, y el ingreso de mujeres a refugios aumentó 5 por ciento. Así podemos corroborar que ni el reciente despliegue de miles de elementos de la Guardia Nacional ni el llamado al aislamoento por el Covid-19 han logrado frenar la violencia en México; por el contrario, sigue al alza y cobrará lamentable e indudablemente más víctimas que las que dejará el coronavirus.

Paralelamente, la pobreza multiplica la vulnerabilidad ante la violencia y la crisis sanitaria en nuestro país. Según cifras de 2018 del Coneval, se habla de que sólo 21.9 por ciento de la población en México se clasifica como no pobre y no vulnerable, lo cual deja a la inmensa mayoría como personas que padecen la enfermedad más mortal del mundo, que es como la Organización Mundial de la Salud llamó alguna vez a la pobreza. La mayoría de las enfermedades que afectan a la población mexicana tienen que ver con malos hábitos alimenticios, falta de higiene o condiciones de vulnerabilidad acentuadas por la pobreza, según reportes del IMSS. Padecimientos como obesidad o hipertensión arterial, que se encuentran en quinto y sexto lugar, respectivamente, en la tabla nacional de comorbilidades, son detonadas por la mala alimentación, misma que está directamente relacionada con la pobreza.

Según las cifras de la Secretaría de Salud, en 2016, poco más de 41 millones de personas acudieron a algún tipo de consulta médica por causales propiciadas por las condiciones de pobreza. En el mismo año, se contabilizaron por lo menos 425 mil casos de enfermedades por parásitos, relacionadas con la falta de acceso al agua o por la contaminación de ésta, situación que afecta casi en su totalidad a poblaciones en situación de pobreza.

Queda claro, ante este panorama, que de lo que la mayoría de los mexicanos somos víctimas es de un modelo hegemónico que produce desigualdad, vulnerabilidad y violencia como condición para el desarrollo y generación de riqueza de unos pocos. Ello debería llevarnos a la conclusión lógica de que la verdadera catástrofe en curso no es la insuficiencia de nuestro sistema de salud, sino la profunda y deliberada injusticia del modelo político y económico que lo sustenta.

Ojalá que estos tiempos de cuarentena sirvan para cuestionar nuestro modelo de organización social. Es real que durante los pasados 13 años no hemos podido encontrar la cura para una epidemia, que se llama violencia y que ha azotado a nuestro México generando más de 280 mil víctimas de homicidios. Lo mismo debemos decir de las pasadas tres décadas, donde el modelo hegemónico global ha generado una desigualdad estructural que en México se expresa en cerca de 52.4 millones de personas que viven en la pobreza y en la concentración extrema de la riqueza, pues de acuerdo con Oxfam, el 10 por ciento más rico de México concentra 64.4 por ciento del total de la riqueza del país.

El Covid-19 puede ser una oportunidad para encontrar modelos de organización social y política basados en la solidaridad y en la suma de esfuerzos de los distintos sectores –público, privado, social– que nos permitan resistir y encontrar alternativas que en los meses venideros nos lleven a superar los efectos negativos de la contingencia. Esta suma de esfuerzos y colaboraciones no la hemos podido tejer en años recientes y ello nos ha llevado a no ocuparnos de problemas estructurales que bien podríamos calificar como epidemias.

Hagamos votos para que uno de los efectos paradójicos del distanciamiento social al que nos ha forzado el Covid-19 sea la reconstrucción de nuestros tejidos; que nos conduzca a cuidar mejor de nuestros espacios de convivencia y colaboración para encargarnos de nuestras propias violencias y reabrirle la puerta a la urgente solidaridad en tiempos de un acentuado individualismo; de no ser así sólo podremos esperar que la violencia y la pobreza sigan sumando muchas más víctimas que las que dejará la pandemia que ahora azota a nuestra nación.