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El cambio estructural: con globalización y democracia, pero sin desarrollo
A

partir de que la crisis de la deuda externa nos explotara en las manos, el país tuvo que encarar nuevas oleadas de adversidad a cual más corrosiva. Viendo hacia atrás, debe reconocerse que el bloque dominante de entonces sacó fuerzas de flaqueza y capeó el temporal aunque a un costo muy alto.

Desde el Estado, en efecto, se llevó a cabo una radical reforma de Estado y se modificaron sustancialmente las relaciones económicas y políticas con el exterior, a la vez que se hacía una radical revisión del papel del gobierno en la economía. Las privatizaciones fueron vistas como prendas de que la mudanza iba en serio y como acciones ejemplares de nuevas y mejores formas de ampliar y recrear espacios para los negocios, la acumulación y la obtención de lucros.

La joya de la corona de tanto cambiar fue la firma del TLCAN a fines de 1993, junto con la reafirmación de que se abría una nueva era en las relaciones de México con Estados Unidos y buena parte del mundo. El espíritu de Houston fue cultivado y festejado con esmero por los presidentes de Estados Unidos y México. El Estado se ausentó del diálogo reivindicativo por un nuevo orden concentrado en el Grupo de los 77 y ocurrió lo mismo con varios proyectos y empeños de vinculación con América Latina.

El ingreso a la OCDE confirmó esta decisión y nuestra obligada y secular mirada al Norte se volvió vocación obsesiva. Todo empezó a verse con lentes adquiridos en Houston y algunos afortunados negociantes se atrevieron a explorar territorios ignotos en Wall Street y hasta en la City londinense.

Atrás parecían quedar los desdenes sufridos en Davos o en las celebraciones del bicentenario de la Revolución Francesa y la coalición gobernante en formación recogió las condiciones y exigencias del capital y los negocios, tras el trago amargo de la nacionalización bancaria de 1982. El Mexican moment volvía a aparecer en el horizonte y esta vez no basado en la riqueza petrolera que nos había mandado a las Grandes Ligas allá por fines de los años 70.

Larga saga ésta, que se alteró en 1994-95, con el error de diciembre y, antes, el alzamiento de los zapatistas o vectores que conspiraban contra ese cambio terso acariciado por las élites. El camino andado se retomó y reconfirmó con el rescate mexicano operado por el presidente Clinton, mediante una orden ejecutiva por encima de las veleidades y necedades de su Congreso y su partido.

Así, el TLCAN registra un despegue virtuoso, impulsado por el boom de la economía estadunidense y la economía mexicana cierra el siglo XX con una mejora de 6 por ciento. Sin inflación ni devaluación.

El pluralismo político tutelado desde el poder del Estado, irrumpe como alternancia democrática en el Poder Ejecutivo y así, parecen concretarse y cumplirse las expectativas de un cambio político gradual, positivo y pacífico.

Las elecciones no sólo se respetan; son notablemente equitativas, sobre todo si se les compara con su triste tradición de abuso del poder e inequidad en los recursos. La transición promete llegar a una consolidación democrática, como lo reclamaban los poderes financieros y económicos, así como la presidencia de Clinton. La normalización mexicana está a la vista, con una economía abierta y de mercado y una democracia robusta y respetada por todos. El IFE se afianza como árbitro democrático y el presidente Zedillo vislumbra una reforma electoral definitiva, mientras trata de asimilar la reforma económica de mercado con una política de Estado que desea definitiva.

México podía presumir de haber sido pionero aventajado de la globalización que el presidente Bush veía como nuevo orden mundial después de la Guerra fría y el desplome de la URSS, mientras el Estado se adelgazaba y el Tratado era presentado como candado virtuoso contra las veleidades de la tradición revolucionaria. Los cambios han sido muchos y poco ha quedado intocado.

Ahora, con una generación adulta que no conoció otra cosa que promesas globalizadoras y salidas múltiples a la informalidad laboral y profesional y que ahora se estrena como generación gobernante, el balance es obligado. Las señales de cansancio proliferan y la desazón y el miedo por la inseguridad y el crimen desbordados amenazan darse la mano con los resultados de una economía que no avanza ni genera los empleos y los excentes necesarios para empezar a construir un auténtico Estado de bienestar y una sociedad habitable.

Sometida a una trampa de bajo crecimiento y desigualdad, como la describiera Jaime Ros, la economía política resultante de tantos años de mudar aparece no sólo más compleja que la de hace 30 años, y se nos presenta como un agresivo desafío que no puede seguirse posponiendo, a la espera de nuevos rescates del exterior. Acomodarse a una voluptuosa economía global no fue suficiente, como tampoco lo ha sido la normalización democrática. En sus órganos de deliberación y decisión por excelencia, como el Congreso, los medios y los partidos, no se delibera ni se decide sobre lo fundamental y el nuevo gobierno, en vez de tomar la iniciativa para el giro indispensable en la conducción politicoeconómica del país, insiste en negar para no ver lo urgente que se ha vuelto decisivo: una nueva reforma del Estado para fortalecerlo para hacer lo que no se hizo: acrecer las finanzas públicas y acometer políticas de fomento industrial dirigidas a interiorizar las ganancias de una globalización que para nosotros se quedó a medio camino: acentuó la integración regional y propició la desintegración productiva nacional.

La política, la de antes y la de ahora, no se tomó la molestia de tomar nota y sus valedores optaron por el obtuso deporte de vaciarla de contenido. Para ser diferentes hay que asumir la necesidad de cambiar de régimen político hacia la proporcionalidad total con rumbo a un parlamentarismo efectivo. Pero para esto es vital crecer para poder distribuir algo más que migajas y nostalgias. Para hacer, del cambio estructural y de la democracia, continentes y no sólo componentes de un nuevo curso de desarrollo.