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EU: ocaso de la institucionalidad
C

omo estaba previsto, ayer el Senado de Estados Unidos absolvió al presidente Donald Trump de los dos cargos con los que la Cámara de Representantes lo llevó a juicio político. En una votación dividida marcadamente por las líneas partidistas, 52 senadores (de 100) lo declararon inocente de haber abusado de su poder al condicionar la ayuda militar que su país entrega a Ucrania a cambio de que su homólogo Volodymir Zelensky abriera una investigación contra el hijo del ex vicepresidente y aspirante presidencial demócrata Joe Biden, y 53 consideraron que no obstruyó la acción de la justicia durante las investigaciones del Congreso en torno al primer cargo. Mitt Romney, senador por Utah y ex candidato presidencial, fue el único republicano que se pronunció en contra de Trump.

Con esta apresurada resolución, el Legislativo de Estados Unidos sancionó, tras un juicio de apenas dos semanas, la continuación de la ilegalidad y la indecencia en la Casa Blanca. En efecto, al margen de las motivaciones que hayan llevado a los demócratas a impulsar el proceso de juicio político, el carácter delincuencial de la conducta trumpiana se encuentra documentado más allá de toda duda, por lo que absolverlo supone abrir las puertas a cualquier atropello.

Si a ello se suma la obstrucción de los senadores republicanos a que la acusación citase a testigos claves en el entramado de diplomacia irregular urdido por Trump y sus colaboradores, no queda sino concluir que el partido mayoritario en el Capitolio es cómplice en los actos ilícitos del mandatario.

En suma, el bipartidismo, que constituye una de las bases más arraigadas del sistema de Washington, desvirtuó el procedimiento político más serio de la nación hasta convertirlo en un episodio que favoreció a quien ha sido cuestionado por sus constantes transgresiones al orden legal. Además de desnudar la inoperancia de este sistema para salvaguardar la normalidad democrática, la absolución fast track del mandatario ahonda la fractura política existente en la ciudadanía, pues una parte de la población reconoce que su jefe del Ejecutivo resulta impresentable, una verdad en la que este sector lúcido de la sociedad estadunidense coincide con el resto del mundo.

Tal impunidad supone una pésima noticia: si el magnate de los bienes raíces devenido político se ha distinguido por su bravuconería y su total desprecio a las normas, incluso en momentos en que su poder se vio amenazado, ahora que el partido que controla la Cámara alta y al Poder Judicial le ha refrendado su apoyo incondicional, sólo resta esperar la acentuación de sus peores rasgos. Muestra de ello es la recepción que ayer mismo brindó al líder de la oposición venezolana, Juan Guaidó, embarcado en una gira internacional de aventurerismo en busca de apoyo para forzar una salida violenta a la crisis que atraviesa su nación.

El Partido Demócrata, por su parte, aparece descolocado, huérfano de programas y de prospectos presidenciales capaces de articular los descontentos sociales con la esfera político-empresarial en la que se toman las grandes decisiones en Washington. Cabe preguntarse si en tales circunstancias la campaña de Bernie Sanders podría traducirse en un vuelco general de las inercias, una perspectiva que parece poco probable.

En lo que toca a México, la consolidación del trumpismo representa la continuidad de una espada de Damocles pendiente sobre los siempre frágiles y complicados equilibrios de la relación bilateral. El gobierno y la sociedad mexicana deben prepararse para meses difíciles –o años, si el republicano logra la relección que en este momento se vislumbra probable– , pues a estas alturas es bien sabido que atacar al vecino del sur es uno de los recursos favoritos de Trump cada vez que necesita exacerbar las paranoias y los chovinismos de su base electoral.