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Mar de historias

Callar

U

na cosa más qué callar. El hecho rebasó a todos los anteriores. Fue demasiado y generó un silencio permanente, sin tregua. Entonces, sin haberlo planeado, empezaron a vivir la extraña situación del aislamiento compartido. La familia se hizo añicos, lo mismo que aquel vaso de vidrio azul –visto como reliquia– que rompiste, que rompió, que rompimos, pero nadie se atribuyó la falta. ¿Fue ante aquella diablura la primera vez que conjugaron el verbo callar?

Es probable que haya sido antes: la noche que se les ocurrió entrar en el último cuarto de la casa para comerse, a escondidas, los nomeolvides de betún que adornaban el pastel que iba a ofrecerse en la ya muy próxima boda. Cuando una de las tías descubrió la falta y llamó a los niños para interrogarlos, ninguno se mostró asustado ni dijo media palabra. Formaban un pequeño ejército que procedía bajo la misma consigna: callar.

Un silencio se sumó a otro y después a otro hasta que se convirtió en ese abismo que nadie fue capaz de saltar para ir al encuentro de los demás, también dispuestos a esconder lo que realmente había ocurrido con ese Niño. Su trágico final era el oscuro motivo del silencio que terminó por desmembrar a la familia, por fragmentarla de tal modo que ya nunca sería posible reconstruirla.

II

Seguir en esa casa significaba una tortura y acordaron mudarse. La noticia lastimó el orgullo de la propietaria. No podía entender que desocuparan una vivienda con todas las ventajas –magnífica orientación, luz a raudales, amplitud, paredes sólidas, techos muy altos– y les pidió que le dijeran por qué habían tomado esa decisión. En respuesta le entregaron las llaves.

Antes de aquel momento la familia se había propuesto callar, evitarse el riesgo de decir que aquella casa era para ellos un infierno donde todo les recordaba lo que había hecho el más pequeño de la familia. En resumen: proceder como un adulto que, harto de la humillación y el rechazo, decide alejarse para siempre sin aviso previo, sin documento alguno, sin ceremonias ni despedidas.

Para emprender una nueva etapa, la familia eligió casa en una colonia remota. Allí no encontrarían conocidos o vecinos obsequiosos que les expresaran sus condolencias por el inesperado fallecimiento del Niño –las enfermedades son traicioneras–, a quien recordaban como un muchachito muy correcto, lástima que siempre hubiera sido tan callado y solitario. ¿Esas palabras describían realmente el carácter de..?

En la nueva casa –algo penumbrosa, reducida, de techos bajos– tampoco pronunciarían su nombre. Decir las letras que siguen formándolo, aunque él ya no esté, podría tener el efecto de un marro contra el muro que se va debilitando hasta desplomarse hecho pedazos, como sucedió con el vaso de vidrio azul.

Para ellos la casa recién alquilada tenía otra ventaja: su antigüedad. En todas partes eran visibles las huellas de sucesivas vidas familiares alojadas allí, y ninguna les recordaba lo que realmente le había sucedido al Niño; en cambio, en la otra, de la que salieron huyendo, en cualquier rincón era inevitable sentir su presencia, encontrar las huellas de su vida que completa alcanzó doce años, cuatro meses y cinco días.

Quizá por eso recorrer los pasillos, entrar en su habitación o en el baño de techo alto se les volvió un martirio del que no se hablaba, pero se veía en la expresión de los padres y los hermanos, incapaces de olvidar el cuadro aterrador que descubrieron en el escenario donde cada objeto tenía un nombre –techo, viga, lazo, cuerpo– y ellos gritaron el del Niño en los diferentes tonos que registra la desesperación.

La madre inconsolable, aferrada al cuerpo ya rígido, recordó que a su bebé, de recién nacido, lo arrullaba cantándole con indecible ternura: Este niño lindo que nació de día/ quiere que lo lleven a Santa María./ Este niño lindo que nació de noche/ quiere que lo lleven a pasear en coche.

III

En la casa limpia de su nombre nadie ve huellas, ni encuentra iniciales como las que a veces se graban en el tronco de un árbol; sin embargo, hay momentos en los que ceden a la tentación de preguntarse ¿a qué horas de la noche lo hizo? Se interrogan en silencio. Callar seguirá siendo la consigna hasta que el recuerdo se diluya. Imposible. Hay cosas que no pueden olvidarse, en especial si conciernen a un niño inteligente, dulce, por momentos alegre, a pesar de aquel defecto que lo convirtió en víctima de burlas abominables y crueles que él mantuvo guardadas en secreto.

Verbos de la primera conjugación: llorar, escapar, pensar, imaginar, esperar, callar. ¿Quién lo enseñó a eso, a callar? Tal vez la vergüenza de confesarse humillado o quizá la necesidad de mostrarse fuerte, indiferente a esa marca en su labio de un rojo tan intenso que parecía sangrar y a una niña –solícita y amistosa– le inspiró la frase del contundente rechazo: Me das asco.

¿Cuántos momentos de felicidad tuvo el Niño durante sus doce años, cuatro meses, cinco días, incluido aquel domingo? Para todos los miembros de la familia, ese día empezó a la hora de siempre y con las gratificaciones habituales. Unos minutos más bajo la regadera. El olor del café. La lectura del periódico. Música en la radio. Y ya más tarde el tintineo de las llaves al abrir la puerta. El intercambio de saludos en la calle. Las frases elogiosas para el Niño. Y para él, ¿cómo fue la mañana de aquel domingo? ¿Pensaba ya en que, por decisión propia, sería el último? Los miembros de la familia no se hicieron preguntas al respecto porque el acontecimiento final era ya una respuesta: la única.

IV

Todos siguen callando los verdaderos hechos para impedir que el menor de la familia se sume a la estadística de los niños que a los nueve, once, trece, diecisiete años abandonaron la vida como quien se deshace de un peso insoportable. Callar.