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¿La fiesta en paz?

Banderillas negras a una divisa y a la afición taurina de México

C

ierta ocasión, alguien me presentó al juez de plaza Jorge Ramos, hoy de nuevo en el banquillo de los acusados por la desastrosa corrida guadalupana en la Plaza México, y me dijo: Oiga, usted me regaña mucho, a lo que respondí: Regañan los padres y los maestros, yo sólo le hago señalamientos a partir de sus decisiones y criterios como máxima autoridad en la plaza, y le digo más, se los hago con prudencia, a sabiendas de que ustedes, hace años, no cuentan con un apoyo decidido por parte de las autoridades, tanto de la Benito Juárez como del gobierno de la ciudad, demasiado comprometidas con los poderosos metidos a extraviados promotores de la fiesta de toros.

Por ello, salvo confirmadoras excepciones, los jueces de plaza en la capital y en el resto del país están a merced del empresario en turno o de la autoridad superior, sea alcalde, gobernador o incluso primer mandatario, como aquel taurino de clóset que le levantó la suspensión a Enrique Ponce antes de que venciera el plazo de un año que le prohibía volver a torear en la Plaza México como sanción por cambiar toros a voluntad fuera del sorteo. En 2003, para que adivine el nombre. Mientras tanto, la Comisión Taurina –escoja partido político–, como órgano de consulta y apoyo del jefe de Gobierno de la Ciudad, ha servido para lo que se le unta al queso.

Por lo demás, el juez Ramos tuvo un gesto de verdadero taurinismo al ordenar –¿o también se lo ordenaron?– que le fueran colocadas banderillas negras al sexto de la tarde, antes de ser indebidamente sustituido, ahora sí por órdenes superiores, luego de haber sido picado y banderilleado. Después, la intervención emergente de algún oficioso ordenó al subalterno que el segundo par fuera de palos blancos, en seguida un solo palo negro y por último un par de negras, cuando ya la arena estaba tapizada de cojines de un público cuyo único defecto ha sido la pasividad ante la sucesión de arbitrariedades e imposiciones.

¿Por qué fue un gesto de genuino taurinismo ordenar banderillas negras al manso sexto? Desde luego, no por afrentar al patrón de patrones taurinos, como me cuentan que gritó por el micrófono un escandalizado publicronista de la televisión, sino porque según la tradición, palabra descartada de la fiesta de México los últimos 25 años, es un castigo no sólo al toro que cierra plaza, sino una sanción pública a la divisa o ganadería cuyo encierro dio reiteradas muestras de mansedumbre en todas o la mayoría de las reses enviadas, como fue el caso del hierro de Begoña, propiedad de Alberto Bailleres, socio de Xavier Sordo, en la extraviada empresa Tauroplaza México, que hace tres años sustituyó a la calamitosa empresa anterior, luego de más de dos décadas de ensayo y error. Pobre fiesta, tan cerca de la autorregulación y tan lejos del compromiso histórico-taurino.

Sanción simbólica que no llega a económica, las banderillas negras, revestidas con papel de dicho color, solían tener 10 centímetros más de longitud que las ordinarias, el doble de largo sus arponcillos y debían clavarse no tres, sino cuatro pares. Se trataba también de hacer evidente el duelo por la ausencia de bravura y la pena ante la falta de grandeza táurica, de tauridad o comportamiento acorde con la crianza escrupulosa de un toro bravo. Normativas anteriores de gobiernos más comprometidos con la preservación y fortalecimiento de valores identitarios de México, incluían sanciones económicas al ganadero que defraudara al público que había pagado por emocionarse con la bravura no por aburrirse con basura.