Opinión
Ver día anteriorDomingo 27 de octubre de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Mar de historias

El sirviente

T

uvieron que pasar algunas cosas para que yo viviera mi mejor cumpleaños. No lo esperaba, y menos por lo que había sucedido antes. El sábado en la noche mi madre y yo habíamos tenido un pleito tremendo. Resulta que sin pedir mi opinión autorizó a mi hermano Mauricio para que se fuera a vivir a nuestro departamento con sus dos niños.

Me enojé. Tenemos sólo un cuarto para las dos. ¿Dónde íbamos a meter a tres personas más? Mi madre me salió con lo de siempre: Si porque estás pagando la renta crees que puedes mandarme o prohibirme hacer lo que me dé la gana, ¡te equivocas! Me choca que se ponga en ese plan. Agarré mi suéter y me fui al zaguán. El domingo fue espantoso: temprano llegó mi hermano con sus niños. Luego luego se metieron al cuarto y se quedaron viendo tele hasta la noche. Mi madre durmió en el sillón y yo en una colchoneta que tendí en el piso.

El lunes, día de mi cumpleaños, tuve que bañarme a la carrera porque Mauricio necesitaba entrar al water. Desayuné un café con leche tibio que me preparó mi madre sin dirigirme la palabra. Desde luego no me felicitó. Salí al trabajo sintiéndome como cucaracha aplastada y con ganas de largarme a un sitio donde, al menos por un rato, no viera a mi gente.

II

Me gusta mi trabajo, entre otras cosas porque la óptica está en el mero centro. Conozco el rumbo al dedillo. Con los ojos cerrados puedo decir dónde se encuentra cada restaurante, cada tienda. Me sé de memoria las fachadas. La que más me gusta es la de una casa que está junto a la imprenta. Se ve que es muy antigua y muy amplia por dentro, pero nunca he visto a nadie que entre o salga de allí.

Sentí que las cosas mejoraban sólo porque llegué a tiempo a la óptica. Hace dos años la compró el doctor Medina. Es buena persona. Nos trata bien y tiene detallitos muy padres con los empleados: a las muchachas que son mamás les da libre el día entero, y cuando alguna de nosotras cumple años nos deja salir temprano. El lunes me felicitó y me dijo que podía irme a las cuatro. Sólo de pensar en volver a mi casa a esas horas me dieron calambres en las pestañas –así dice Ernestina, la pulidora, cuando algo le molesta.

III

Para mí, andar en la calle a las cuatro de la tarde es rarísimo, porque a esas horas siempre estoy trabajando. Por eso todo me pareció tan desconocido como si nunca antes lo hubiera visto. Hice mi plan: Camino un rato, veo tiendas y luego me voy a comer a la fonda de don Jesús. Me extrañó no andar a la carrera, así que estuve caminando por gusto. Así, bobeando un poco y sin darme cuenta, llegué a la calle donde está la casa que me gusta.

Al pasar por enfrente noté que una ventana estaba abierta. Sin pensarlo dos veces me asomé. En eso estaba cuando oí una voz de hombre: ¿Qué se le ofrece? Levanté la cabeza y vi, apoyado en el pretil de la azotea, a un anciano de cabello muy blanco. En voz más alta me repitió la pregunta. Le contesté lo primero que se me ocurrió: Disculpe: ¿es aquí donde rentan cuartos. No. Ha de ser en la otra cuadra. Lástima. Me hubiera encantado vivir en esta casa. Imagino que es muy bonita por dentro. Sí, bastante. No sé de dónde me salió el valor para preguntarle si me permitiría verla. Quién sabe con qué cara se lo habré dicho, el caso es que el viejo me contestó: Voy por las llaves para abrirle. Ahorita bajo.

Me pareció extraño que, en tiempos de tanta desconfianza, el hombre cediera a mi petición enseguida y pensé: ¿No tendrá malas intenciones? ¿Qué tal si es un vicioso? ¿Y si quiere secuestrarme? Esto puede ponerse muy feo, mejor me voy. Iba a dar la media vuelta cuando el anciano apareció en la puerta –su gesto amable y su sonrisa me tranquilizaron– y se hizo a un lado para dejarme pasar. Cuando entré lo primero que vi fue una escalera blanca, preciosa, como de película. Se lo dije y se echó a reir: Bonitas o feas, a las escaleras hay que tenerles respeto. En esta, como es de mármol, se resbala uno. Suba con cuidado.

El anciano caminaba delante de mí y yo lo seguía sin saber a dónde íbamos. Cuando llegamos al primer piso vi cinco puertas de madera oscura, cerradas. ¿Qué es todo eso? Recámaras. Están cerradas porque los techos se están cayendo y es peligroso meterse allí. En el segundo piso, con un corredor de por medio, vi dos puertas muy grandes, también cerradas. Me dijo que eran el despacho y la biblioteca de los señores. Entonces ha de vivir mucha gente aquí, dije. Vivía, cuando yo era chamaco y llegué con mi padre para trabajar aquí. Desde hace mucho tiempo sólo yo estoy aquí. Lo bueno es que me distraigo con el trabajo y cuidando las plantas que tengo en la azotea. A diario subo a verlas y de paso miro las cúpulas de las iglesias y los cerros. Todo junto figura un cuadro muy bonito que me alegra.

Ya en la azotea quedé sorprendida. Nunca me había imaginado que en ese lugar había tanta belleza: el cielo, las cúpulas, los edificios antiguos, las flores. Vi unas pequeñas, moradas y blancas, desparramándose en la maceta: ¿Cómo se llaman? Durantas. Llévese un ramito. ¿Sabe? Es la primera vez que en un cumpleaños alguien me regala flores. ¿De veras es su cumpleaños? Qué casualidad: también el mío. Sixto Robles, para servirle.

Después de pasar un buen rato mirándolo todo, le dije a don Sixto que era hora de irme. No intentó detenerme. Cuando estuvimos en la planta baja quiso que viera el comedor: un salón inmenso con pisos de madera y en el centro una mesa ovalada. Antes había muchos más muebles. Mis patrones se los llevaron, como casi todos los demás, cuando se fueron a París, Francia. ¿Cuánto hace de eso? Mucho tiempo. ¿Y cuándo regresan?

Don Sixto tardó en contestarme: Al irse me dijeron que pronto, y todavía ¡nada! Mi problema es que ya estoy grande, necesito morirme, descansar, pero no puedo. Hice con mis patrones el compromiso de no moverme de aquí mientras ellos no volvieran. No puedo fallarles. No miento cuando digo que espero con ilusión el momento en que les entregue sus llaves para poder bajarme a mi cuartito y tenderme a esperar mi último sueño. Nos despedimos sin palabras.

Cuando salí a la calle oí a don Sixto: Que acabe de pasar muy bien su día. Dije lo mismo y apreté contra mi pecho el ramito de durantas.