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Distopía en la ventana
E

l hispanista Karl Zeligman contó que tenía 12 años cuando salió de Alemania, en 1939, en un avión ocupado por niños judíos con destino a Londres. Al llegar al espacio aéreo británico, la torre de control prohibió el aterrizaje y le exigió al piloto que regresara a Alemania. Él fingió una avería y un aterrizaje forzoso, consciente de lo que esperaba a los pasajeros si volvían a su país. El profesor Zeligman durante décadas seguía soñando que iba en ese avión y que no aterrizaban nunca en Londres. Su pesadilla –lo sabía– era la realidad donde estaban instalados otros.

Hemos visto decenas de películas con un cuadro similar: alguien mira por la ventana de su presente reposado y a través del cristal se ve a sí mismo, simultáneamente, cruzando la calle de una distopía: manifestaciones, tanques, gases lacrimógenos, francotiradores. En 1984, de Orwell, también todo parece normal hasta que se ve que ha dejado de serlo: Era un luminoso y frío día de abril, y el reloj daba la una de la tarde.... Luego, el horror.

Instalada frente al Malecón habanero, con el mar un poco revuelto por los vientos del norte, siento que si mi país fuera normal los anuncios que hizo el presidente Miguel Díaz-Canel hace un mes por el desabastecimiento de combustible, habrían tenido el desenlace distópico de Ecuador, con los efectos efervescentes del neoliberalismo económico, el autoritarismo y las protestas populares.

Pero no, Cuba no es un país común y corriente. El cerco impuesto hace casi 60 años por Estados Unidos no parece haber sido suficiente para sus implacables ejecutores y entró en una nueva fase a partir de junio de 2017. Desde entonces la administración Trump ha aplicado 179 medidas –más de 50 en 2019–, entre ellas un bloqueo naval selectivo que obstaculiza la llegada al país del combustible que se necesita para el transporte público, las fábricas, el alumbrado doméstico.

El 11 de septiembre, Díaz-Canel denunció la persecución barco a barco y negociación a negociación, y pidió la colaboración del pueblo. El país comenzó a operar con 62 por ciento del combustible, no se subió el precio de la gasolina y se confió en las medidas de ahorro de los ciudadanos para evitar apagones en el sector residencial. En este país anormal no hubo ajustes neoliberales con recortes de presupuesto para actividades sociales, ni incrementos de precios, ni medidas de choque.

Aimee Machu, de 52 años, le dijo en una calle habanera al enviado especial de The Guardian: Si tenemos que pasar por cortes de energía nuevamente, lo haremos. Nuerca Sánchez, profesora de rumba, 45 años, explicó al diario la reacción del cubano frente a la crisis de estos días: “Ayudarse mutuamente no es sólo cosa de política… Se trata de tener buen corazón”.

Acudo a los testimoniantes de The Guardian, porque ser periodista en Cuba e intentar documentar sin cinismo las adhesiones de la calle a las medidas del gobierno comunista, suele estar bajo sospecha. Quienes nos manifestamos al margen de la hegemonía blindada de los medios de comunicación que presentan a Cuba en versión distópica de Parque Jurásico del Caribe, recibimos descalificaciones ofensivas, fundamentalmente desde las redes dominadas por el odio, las falacias argumentativas más extremas y una negativa visceral a atender razones y datos que las contradigan.

Pero los hechos son tercos. Cualquiera acá sabe que hay mucho que mejorar incluso dentro de los límites del bloqueo –comenzando por los medios públicos–, pero algo extraño ocurre en esta isla del Caribe que, condenada y hostigada, se queda sin combustible y no hay un solo pobre en la plaza pública exigiendo el fin del gobierno, ni toques de queda, ni tarifazos, ni francotiradores disparando a la cabeza de un hombre que no tiene más arma que la bandera de su país, ni desaparecidos, ni prefectas como Paola Pabón encarceladas, ni niños hospitalizados bajo los efectos de las bombas lacrimógenas.

De hecho, lo que dijo el presidente Díaz-Canel se cumplió: la crisis aguda del combustible está pasando. Ahora mismo no hay filas en las gasolineras –y no porque no haya gasolina–, se ha ido restableciendo poco a poco el transporte público, es más flexible el mercado interno y la vida vuelve a su frugal cotidianidad.

Cuba, con bloqueo pero sin FMI, vuelve a demostrar que puede brindar estabilidad política y social a 11 millones de ciudadanos, mientras La pesadilla que no acaba nunca, como llaman al neoliberalismo los investigadores Christian Laval y Pierre Dardot en el libro homónimo, está convirtiendo la victoria del fascismo del que huía el profesor Zeligman en una posibilidad en países que no sólo no están bloqueados, sino que se libran de la guerra sucia en la que Donald Trump utiliza todo su arsenal mediático y diplomático como armas de manipulación política.

Distopía, sí, pero del lado de los que obedecen a Washington.

* Periodista cubana