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Vox Libris
Nudo de alacranes
Periódico La Jornada
Domingo 6 de octubre de 2019, p. a16

Crimen y pasión se entrelazan en Nudo de alacranes, de Eloy Urroz, libro publicado por Editorial Alfaguara, en el que el autor perfila un amor irredento: el del escritor británico D.H. Lawrence por México y su sueño por crear un falansterio de intelectuales. Con autorización del Grupo Penguin Random House, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta novela.

–¿Sabes, Fernando? Ya me metiste la curiosidad. Esto lo dijo Braulio un par de semanas después de aquella primera francachela en su nueva casa de West Ashley. Habíamos elegido los dos mejores sillones del Starbucks de Mount Pleasant, no lejos de donde yo vivía. La monotonía del semestre universitario seguía su rumbo regular, mediocre e idiotizante, y sólo estas pequeñas escapadas con colegas o amigos –a veces incluso con María, mi mujer, con quien me encantaba discutir de política– hacían la vida más tolerable en Estados Unidos, el ‘‘maravilloso” país del norte que habíamos elegido para criar a nuestros hijos.

–¿De qué hablas? –le respondí al tiempo que le soplaba fuerte a mi café, que me escaldó la lengua.

–De Lawrence, ¿de quién, si no? –se rio Braulio–. El tipo suena fascinante. Todo lo que nos contaste la otra vez, Lady Chatterley’s Lover, sus ideas sobre el amor…

–El tipo era fascinante, sí –respondí–, más si se toma en cuenta que nada tenía que ver con el mundillo literario de su época. Al contrario, Yeats, Wells, Eliot, Virginia Woolf lo veían con el rabillo del ojo, tú sabes… Pero ¿de dónde ha salido este maestrito rural de ensortijados pelos rojos? ¿De los Midlands? ¿Y dónde mierda queda eso? En medio de Gran Bretaña, tirando hacia el norte, donde nada bueno puede ocurrir. Es como decir que Fulanito viene del Bajío o de los Altos de Jalisco, imagínate…

–No me chingues; yo soy de por allí –me interrumpió Braulio, y se rio.

–Bueno, tú me entiendes... Y, sin embargo, todos se dieron cuenta de dos cosas: que escribía maravillosamente y que hablaba de algo de lo que los londinenses no tenían ni puta idea.

–¿Qué?

–Las minas, la espantosa vida de los mineros ingleses, por un lado, y por el otro, la naturaleza, la vida silvestre, el contacto real, y no literario, con la flora y la fauna. Lawrence sabía de lo que hablaba, lo había vivido y mamado tanto como Thomas Hardy, el único novelista al que realmente admiraba. No había artificio en lo que Lawrence decía. Describía con conocimiento de causa. Por un lado, tenía a la vista el espantoso inframundo de su padre, lóbrego, deprimente, depauperado, y por el otro, la naturaleza indómita que lo rodeaba y que amaba con toda su alma. Por un lado, las fábricas engulléndose a los hombres, y por el otro, aquellos que, como él o su hermano William, deseaban huir de esa realidad atroz. En ese contraste se centra parte de su filosofía.

–Ésa es la cuestión –me interrumpió–. ¿Cuál es exactamente su filosofía?

–Devolverle al hombre un estado de plenitud cósmica extraviado por culpa de la industrialización, el progreso, la mecanización, la tecnología y toda esa mierda. Volver a una vida instintiva, una vida afincada en los sentidos del cuerpo. Clausurar la razón, sofocar el raciocinio machacón que lo aniquila todo. Sustituir la individualidad, que creía destructiva, por una suerte de vida colectiva…

–¿Y qué tiene que ver todo eso con su discurso erótico?

–Por culpa de la modernidad el hombre ha perdido contacto con su identidad, es decir, con su sexualidad, que, para Lawrence, lo es todo. Si no la reconocemos, estamos jodidos.

–Cualquiera puede estar más o menos de acuerdo con eso…

Yo, por supuesto, aproveché el comentario para indagar sobre mi nuevo amigo –si no exactamente amigo, al menos era un colega y compatriota–. No había, al fin y al cabo, muchos mexicanos que escribiéramos en las dos Carolinas y Braulio era, por fortuna, un tipo simpático, culto y bien enterado…

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▲ Eloy Urroz (Nueva York, 1967).Foto cortesía de Alfaguara

–¿Y dónde se conocieron Beatriz y tú?

–En la UNAM –dijo sin titubear y casi de inmediato dejó su café a un lado–. Ella es mayor. Estaba por terminar la carrera de Derecho y yo por empezar Letras.

–O sea que te atrapó chiquito –me atreví a decir.

–La neta, sí. En puros pañales, digamos. Y para colmo se embarazó de Lucía, la mayor.

–Ah… –y agregué como para suavizar el efecto de su confesión–: Yo también fui ochomesino, ja, ja, ja… Mis padres se comieron la torta antes del recreo.

Pasa todo el tiempo.

–Y al año vino Elvira.

–O sea que ni tiempo de respirar.

–Exacto. Una tras otra: cuatro hijas y un miscarriage.

–Mierda –farfullé–. Te llevo cinco años y me llevas la delantera. Por fortuna, yo cerré el changarro hace tiempo.

–¿Te hiciste la vasectomía? –me preguntó, aparentemente deslumbrado con lo que acababa de oír.

–Por supuesto –dije, dejando mi café sobre la mesita que nos separaba: ¿qué tenía de extraño hacérsela?–. Nomás nació Lucho, el segundo, me la fui a hacer sin avisárselo a María.

–Bety me hubiera matado.

–¿Por qué? –respingué—. María, al contrario: saltaba de gusto cuando se lo dije.

–Beatriz cree en aquello de procrear los hijos que Dios te dé.

–¿De veras? –intenté fingir–. ¿O sea que son muy religiosos?

–Yo no. Ella, sí.

–¿Católica?

–No exactamente. Se hizo cristiana al llegar a Estados Unidos. La convirtieron unos misioneros que llegaron a la casa un día, y como estaba defraudada de la Iglesia, del papa y todo eso, pues fue fácil presa de la secta. De allí nunca la he sacado. Son un poco como los testigos de Jehová, necios recalcitrantes…

–¿Por eso no bebe alcohol?

–¿Lo notaste?

–Por supuesto –respondí, y luego agregué metiéndome en camisa de once varas: –¿Y qué van a hacer con el tema de los hijos?

–Pues nada –sonrió, aquiescente–. Escribir para evadir la tristeza del mundo, ja ja ja, ocuparme en algo constructivo y no pensar mucho en el saludable sexo como recomendaba Lawrence…

Me reí con él. Era claramente la única alternativa posible: entretenerse en algo ‘‘constructivo” para no pensar en el terrible, ominoso sexo que, por cierto (luego descubrí), lo corroía como una termita por dentro.

–Pues sí que está cabrón tu caso –dije por decir.

–No te creas. Por fortuna, a Bety tampoco le interesa tener más hijas y por tanto no quiere tener más sexo. Estamos, digamos, en un impasse que ya lleva casi cuatro años…

–Mierda –exclamé.

–Exacto –por lo visto, le gustaba esa palabra.

–Por eso no le gustó el giro que dio la conversación la otra noche…

–No exactamente –rectificó–. En eso es bastante abierta. Bety puede hablar y debatir todo lo que quieras, pero no va estar de acuerdo contigo fácilmente. Cristo la protege. El espíritu de Dios es su blasón y de allí nadie la va a sacar. No de balde estudió Derecho.

–Yo también pasé por algo así –confesé–, pero luego se me quitó.

–¿Eras creyente?

–Eso y más… Lo que no entiendo, francamente –me atreví a insinuar, dándole un giro a la conversación–, es que no lea tus libros.

–Mi único libro, dirás.

–Tus cosas –corregí.

–Dice que para qué si ya todo se lo he dicho a través de los años, lo que no es del todo cierto. Muchas cosas me las callo. Las pongo en mis poemas, que tampoco lee, por supuesto. Imagino que es mejor así…