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Nosotros ya no somos los mismos

Sin inhibiciones, altivez ni prepotencia: un Presidente que vive, que actúa como piensa

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▲ Al final de su Informe, López Obrador con su esposa Beatriz Gutiérrez Müller.Foto Notimex
L

os lunes, muy de mañana, comienzan a llegar a mi compu los comentarios de los tempraneros lectores que, rumbo al trabajo o la escuela, procuran disminuir la aburrición de su viaje tratando de descifrar los ininteligibles renglones de la columneta de ese día.

Las notas amables, solidarias, las contesto directamente. Las que son contrarias, críticas (nunca me han tocado groseras, afortunadamente), procuro hacerles un campito en la columneta, porque me parece justo compartir espacio tan preciado con quien se toma la molestia, no sólo de la lectura, sino también en ayudarme con su opinión.

Anoto una muestra de lo que refiero: doña Svetlana Rivera, con jalón de orejas y coscorrón de por medio, me reclama: No cortes tus relatos tan bruscamente como acostumbras: termina lo que platicas de tus reuniones, porque cuando uno se emociona, tú ya estás en otro tema. Se refería sin duda a la crónica de la comida en mi casa, cuando se dio el estrujante encuentro de aquellos dos españoles: el mayor que frisaba lo 80 y que había sido un guerrillero de la República española y en ese momento un transterrado. El otro era un mozalbete a la caída del gobierno legítimo y a la sazón un cincuentón dedicado a realizar retratos a las esposas de los funcionarios del momento. Su inusitado éxito no se debía solamente a que lo respaldaba un funcionario del más alto nivel, sino que Durán, así se apellidaba, era el precursor del Photoshop: todas las aspirantes a primeras damas en los retratos perdían como tres sexenios en arrugas, flacideces, manchas de edad, líneas de expresión (¡vaya subterfugio!). Pues resulta, Svetlana, que estos dos hispanos comenzaron a exprimir el Alzheimer y llegaron a un clímax nunca esperado: ellos no se conocieron en mi casa ese día. Allá por los 40 del siglo pasado, en un camino vecinal, una pequeña caravana de familias republicanas que pretendía llegar a la frontera con Francia para salvar su vida del genocidio franquista fue descubierta por los aviones de la Luftwaffe alemana que, masacrando republicanos, militares o no, ponían a prueba los aviones que usarían en la Segunda Guerra. Un modesto pelotón de partisanos hacía lo posible por repeler la agresión, pero su armamento era muy menor: unas cuantas ametralladoras de extraña marca Mendoza. ¿Origen? Obviamente, mexicanas. Nuestro país fue de los pocos que entendieron que Franco era el alfil del nazifascismo. Cuando el parque se les agotaba a los españolitos republicanos no les quedaba más recurso que cubrir con sus cuerpos a los niños que formaban la infeliz caravana. Así se encontraron por vez primera José Luis Peral y Antonio Durán. ¿Díganme ustedes si este no es el tema de una gran novela o película, que trate sobre la capacidad infinita del ser humano, de ser superior a todos los dioses que al paso de los siglos y merced al avance del conocimiento científico hemos superado? El puberto Antonio Durán y el joven José Peral, 50 años atrás se liaron en un abrazo de vida que duró instantes y que pervivió por años. Cerca de medio siglo más tarde, los tuve en mi mesa y viví esta historia.

Son las 10.30 de la mañana del domingo primero de septiembre. Experimento encontradas emociones: desasosiego, urgencia, ansia. La imaginación se desborda y, más que elaborar hipótesis razonables, fantaseo. En mi mente los escenarios de lo que está por acontecer se suceden contradictorios e inverosímiles. Desde el parte final: saldo blanco, ningún acontecimiento que lamentar, hasta el reporte de graves incidentes durante la ceremonia y, por supuesto, el desempeño del Presidente. Me preocupaba de entrada, desde su vestimenta (¡bien, bien doña Beatriz!), hasta su ánimo, su tonito, su performance. Por supuesto el ritmo y continuidad de su discurso. Afortunadamente no vistió el terno de color negro funerario que se acostumbra para estos eventos. La camisa blanca evita distorsiones en la transmisión televisiva. Una corbata de ancho tradicional de color vino (así se ve en mi tele). El Presidente se ve recién salido del beauty parlor. O sea que ni aquí les dio oportunidad a los fifís de ¡Hola! de cualquier comentario descalificador.

Pasan los primeros minutos y tengo el primer resuello tranquilizador. El Presidente inicia su perorata, que durará menos de lo tradicional o, en el caso específico, mucho menos de lo esperado. (Nadie tiene que pararse al baño, pese a la antigüedad de muchas próstatas presentes). Desde el comienzo el tonito es amable, casi diría seductor. No muestra inhibiciones, pero tampoco altivez ni prepotencia. Conversa con una naturalidad y desenvoltura no conocidas. Es lo no visto: un Presidente que vive, que actúa como piensa. Luego terminaremos la sentencia atribuida a San Pablo.

Si Dios nos presta vida y salud, ampliaremos estos comentarios, aunque retrasemos un asunto litúrgico interesante: los misterios del Rosario.

Twitter: @ortiztejeda