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La fiesta en paz

Hacer que desciendan los duendes o la cultura taurina más allá de los ruedos

A

ún quedan aficionados proactivos, con iniciativas y capacidad para llevarlas a cabo con el propósito de contrarrestar negligencias u omisiones dentro del sistema taurino, anticiparse a problemas, prever necesidades y llenar huecos estratégicos desatendidos. Son decisiones personales anticipatorias, orientadas al cambio y a favorecer la salud o fortalecimiento de tradiciones y criterios empresariales. En este caso, del alicaído y desorientado concepto de espectáculo taurino y de promotores no por adinerados menos empáticos o de plano indiferentes con el público.

El denominado duende en el cante y baile flamencos es una presencia misteriosa que todos sienten aunque nadie explique, espíritu travieso que se adueña fugazmente de un tiempo y un espacio, sutil línea fronteriza entre lo terreno y lo divino, estado de gracia no a partir de plegarias, sino de niveles excelsos de extasiada sensualidad capaz de perderse en el arrebato de un sonido o de un giro; es disolverse sin morirse y, en materia tauromáquica, estar dispuesto a perder la cabeza delante de los pitones, a olvidarse del cuerpo, como pedía Belmonte. ¿Verdad Calesero, Callao, Pana?

Las reflexiones anteriores con motivo de la más reciente exposición de pintura y fotografía del Colectivo con Arte Taurino, animado por el taurinismo proactivo de la promotora Rocío Ortas, y del grupo Flamenco con Solera la noche del jueves pasado en La Parrilla Argentina de las calles de Holbein, a un costado de la Plaza Muerta, antes México, como vaticinara hace años el inolvidable Lumbrera Chico.

Con una sorprendente entrada en la planta alta del restorán, donde no cabía un alfiler, expusieron la pintora zacatecana Ana Briseño con sus espléndidas propuestas de caballos y toros, cada vez más apreciadas por el público; el fotógrafo capitalino Edmundo Toca, que en sus inicios captara imágenes deportivas y hace casi tres décadas quedara atrapado por las fugaces escenas taurinas para detenerlas con su lente, y el joven queretano Israel Hernández, Escamillo, cuyos óleos y dibujos a tinta descubren una creatividad llena de posibilidades. Sin embargo, ese valioso arsenal de obra plástica y fotográfica, a disposición de unas empresas de toros anquilosadas también en lo que a manejo visual de los carteles se refiere, sigue a la espera de criterios más imaginativos dispuestos a aprovecharlo.

Y los duendes acabaron de descender cuando los integrantes de Flamenco con Solera, las bailaoras Mari Luli Ortas, Gabriela Ferrer, también pintora, y Rocío Ortas, la guitarra de Anwar Miranda, la voz de Santiago Barul El Cigarra, y el cajón de Olmo Ayala, convocaron, precisos y fogosos a la vez, la magia negra del baile y el cante, en la incomparable intercomunicación de artistas y público, convertidos de pronto en venturoso aquelarre de sensaciones y emociones. ¡Ah, qué belleza de mujeres convertidas en hechiceras mayores! ¡Ah, qué fuerza interpretativa de cuerdas, voz y madera para dar vida a esos duendes-dueños de perturbadores instantes convertidos en eternidad! ¡Cómo agradecer tanta pasión para enaltecer la grandeza de la fiesta de toros más allá de limitadas ofertas de espectáculo!

En las breves palabras introductorias me permití decir que la tradición taurina de México es todavía más rica que las fortunas de los promotores más adinerados de la historia, y que una promoción verdaderamente eficaz y atractiva requiere precisamente del arte de la pintura y la fotografía, no de deslavados retratos de los alternantes o de fallidos óleos de alguna firma importada.