Sociedad y Justicia
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Mar de historias

Cartas para ellos

A

l menos en el barrio, no hay otra vecindad como esta. Las seis viviendas, de techos altos y una sola planta, son de ladrillo y tienen la misma distribución interior. Entre una casita y otra media un espacio que no llega a ser patio; pero hay uno comunal donde tendemos la ropa o celebramos algunas reunioncitas.

A pesar de que el edificio es muy antiguo, está en perfectas condiciones. Si llegamos a tener alguna descompostura, se la reportamos a doña Elsa y ella se lo comunica al dueño, el licenciado Campos, para que tome cartas en el asunto. A cambio de esa gran ventaja tenemos dos obligaciones: no alterar las fachadas ni obstruir el pasillo con muebles, cajas o bultos.

Este sitio tiene algo muy especial. Que yo recuerde nunca se ha mudado nadie de aquí. Sentimos como nuestras las viviendas y consideramos como parte de la familia a los vecinos, casi todos personas solas, ya mayores. Las que no están jubiladas viven del comercio o de prestar servicios por aquí cerca.

II

La inquilina más antigua es doña Elsa (para nosotros Elsi, de cariño). Ocupa la vivienda más amplia y con vista a la calle. Siempre ha vivido allí, primero con su familia (abuelos maternos, padres, tres hermanos y su gemela, Hortensia) y desde hace mucho tiempo, sola, rodeada de imágenes y retratos. Su única compañía es una muñeca: Malva.

Elsi es singular, tal vez única. A punto de cumplir 80 años sigue activa e independiente. Se mantiene con la venta de los manteles que teje y borda. Sus compradores son los sacerdotes de la parroquia, y sobre todos los vecinos de la colonia que, además de respetarla, la aprecian mucho, y con razón la admiran.

Elsi no conoce el descanso. En broma dice que ese lo deja para cuando tenga que emprender el viaje a la eternidad. Acepta que llegue el momento de la partida, pero sin prisas y siempre y cuando no ocurra hoy. Como no sabe estar sin hacer nada, los domingos prepara algunos postres y se pone a venderlos junto al mercado.

Por si fuera poco todo ese trabajo, en sus horas libres funciona como administradora de la vecindad. Pienso que el licenciado Campos, para ayudarla y para justificar que sólo le cobre mil pesos de renta, le encargó recoger los alquileres, estar atenta a que no haya manchas de humedad en las paredes y ver que todo permanezca en orden. Parece tarea muy fácil, pero creo que no lo es, sobre todo para una persona de la edad y que trabaja tanto como Elsi.

III

Soy su vecina y también vivo sola. Desde hace años, cuando tengo un rato libre, paso a visitarla. Me agrada platicar con ella, pero sobre todo oírla cuando habla de su infancia, de cuando era joven. Alguna vez me confesó que tuvo un novio al que quiso mucho. No pudo casarse con él porque, al morir su hermana y quedar como hija única, le correspondió un deber sagrado en la familia: cerrarles los ojos a los muertos.

Hay ocasiones en que, sin que yo se lo pida, me cuenta la historia de alguno de los personajes que aparecen en las fotografías que recubren las paredes de su casa. En una aparece una niña de expresión muy triste que está mordiéndose el lazo que adorna su trenza. La primera vez que la vi y le pregunté de quién se trataba me contestó: Hortensia, mi hermana. Pensé que no hablaba más para no ­revivir un momento doloroso de su vida y no insistí.

IV

A últimas fechas he notado en Elsi algo que me tiene muy preocupada: estamos platicando y de pronto, sin ningún indicio previo y cada vez con más frecuencia, cae en una especie de delirio. El primero empezó de una forma inesperada: Elsi puso a un lado el bordado que estaba haciendo, me miró muy seria me dijo: ¿Qué esperas, mujer? Trae el papel y el lápiz. Necesito que escribas por mí una carta. Como sé que no tiene familia le pregunté para quién era y me dijo: Para mis padres.

Pensé que era confusión, pero me di cuenta de que se trataba de otra cosa cuando del trinchador sacó papel y lápiz y me los entregó para que escribiera. Entonces comprendí que mi amiga ha empezado a padecer esos momentos de locura que a veces tienen las personas mayores. Procuré disimular mi preocupación y tomé al dictado la primera carta. Cuando pensé que habíamos terminado doblé la hoja, como si de verdad fuera a meterla en un sobre y a enviarla.

Luego me pidió que escribiera otra. Fue mucho más larga. Iba dirigida a su hermana Hortensia. En ella, después de saludarla, le decía que está aprendiendo a dibujar, que necesitaba contarle un secreto, enseñarle su vestido nuevo y su muñeca que es tan linda como ella y también se llama Hortensia. Las últimas líneas parecían de verdad dictadas por una niña: Por favor, hermanita, ya sal de tu escondite. Tengo muchas ganas de verte y de jugar contigo.

No he hablado con nadie de esa experiencia increíble. Fue muy extraña y dolorosa. Ha habido otras semejantes y, como siempre, al volver a mi casa me pongo a llorar. No hay nada más triste que escribir cartas a los muertos.