Opinión
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Mar de historias

Viajeros en el tiempo

E

duardo busca en el periódico la lista de números premiados. De casualidad encuentra la fotografía donde aparecen una niña y una mujer. De espaldas a la cámara no puede mirarse su cara, pero se adivina su entusiasmo en los ojos y en la sonrisa de la niña sentada frente a ella. Ese detalle aviva su interés por los personajes y lee el pie de foto: Alma, voluntaria de once años, conversa con una anciana nonagenaria que no tiene familia.

En esos mínimos datos hay toda una historia y algo de la suya. Trata de recordar qué edad tenía cuando empezaron sus reuniones con el maestro Lázaro. Piensa que once, porque cursaba el quinto. Una etapa muy conflictiva: bajas calificaciones, indisciplina, pleitos y, para colmo, en plenos exámenes semestrales la prefecta lo descubrió fumando debajo de la escalera. Según el director, la grave falta ameritaba un mes de expulsión. Cuatro semanas. Ni un día menos, enfatizó ante la madre que fue a pedirle benevolencia para su hijo.

Cuando su madre volvió, avergonzada y vencida, de la escuela, Eduardo tuvo que oír sus advertencias: ni creyera que las semanas de expulsión iban a ser de vagancia. Por la mañana le ayudaría en los quehaceres de la casa y por la tarde, de cuatro a seis, iba a tomar clases con el maestro Lázaro. Eduardo protestó: ¿estaba obligado a pasar dos horas con el viejo ese, sólo por haberse fumado un cigarro en la escuela?

Después de ordenarle que no volviera a referirse al maestro de una forma tan grosera, le dio una respuesta que no dejaba lugar a dudas:

–Sí, por eso, y porque no quiero que pierdas el año y porque así le harás compañía al profesor. Matilde, su ayudante de toda la vida, tuvo que irse al pueblo porque a su hermana le detectaron una enfermedad grave. Cuando vino a despedirse también dijo que se iba muy preocupada porque su patrón iba a quedarse solo. Entonces se me ocurrió que tu podrías tomar clases de regularización, que buena falta te hacen, y de paso, acompañarlo.

Eduardo recuerda que se sintió agraviado, pero no intentó defenderse, podía resultar contraproducente. Después, a solas, ejerció su venganza caricaturizando brutalmente al maestro Lázaro como si fuera el culpable de todos sus problemas. En aquellos momentos no imaginó que las clases de regularización iban a convertirse en una de las más bellas experiencias de su infancia. Algo o mucho de ella había quedado en aquel lugar que aún recordaba punto por punto.

II

Desde muy temprano comenzaba el trajín en la vecindad: dos patios, dieciocho viviendas y un terraplén generador de tolvaneras o lodazales según la estación del año. Alrededor de las cinco de la mañana se iluminaban las ventanas por donde salían los rumores de la vida cotidiana. Una hora después rechinaban las puertas de metal al abrirse y dejar paso libre a quienes iban al encuentro de sus destinos inmediatos: la fábrica, el almacén, el rastro, la bodega, el mercado, la escuela.

Para las siete, cuando se escuchaba el silbato del tren, ya sólo permanecían en las viviendas algunas amas de casa con sus bebés, los enfermos y los viejos, entre ellos Lázaro, uno de los inquilinos más antiguos. Su historia era conocida por todos: Victoria, su esposa, quien también era maestra, había fallecido muy joven en un accidente carretero, cuando llevaba a sus alumnos de excursión. De la noche a la mañana el profesor Lázaro se vio solo. La amargura de la pérdida le arrebató el deseo de vivir, pero después, gracias a la ayuda profesional y los poderes curativos del tiempo, pudo sobreponerse, aunque nada volvió a ser igual.

En el intento de rehacer su vida, Lázaro regresó a la primaria donde daba clases y era muy apreciado. Allí permaneció muchos años hasta que al fin se jubiló, pero sin abandonar lo que tanto amaba: la docencia. Sobre la puerta de su vivienda apareció el letrero: Se dan clases de regularización.

Lejos de la escuela y de los profesores que habían sido sus amigos, sin darse cuenta y tal vez sin proponérselo, el maestro Lázaro fue aislándose de su comunidad hasta que al fin sólo hablaba con Matilde y los escasos alumnos que iban a verlo, sobre todo antes de los exámenes o cuando se encontraban en una situación irregular, como la de Eduardo.

III

La fotografía que ahora lo tiene atrapado ilustra un artículo sobre la soledad que padecen los viejos y los condena al aislamiento y al silencio. Precisamente eso –el silencio en la vivienda– fue lo que impresionó a Eduardo la primera tarde que acudió a tomar clases con el maestro Lázaro. Vestido con absoluta formalidad, él mismo abrió la puerta de la casa: limpia, muy ordenada, con buena luz y, sin embargo, tenía algo muy triste, de abandono.

El maestro Lázaro le informó que trabajarían en la mesa del comedor y le ofreció una silla. Él eligió otra. Durante unos minutos se limitaron a mirarse en silencio, hasta que al fin el profesor le pidió que le mostrara sus libros y cuadernos. Mientras Eduardo cumplía la orden escuchó la pregunta que menos esperaba: ¿Vienes porque te obligan?, a lo que él dio una respuesta inesperada: dijo la verdad, que estaba allí a la fuerza; también habló de la expulsión y de la falta que la había causado.

El maestro Lázaro hizo un gesto de extrañeza y sacó sus conclusiones: Un mes sin clases por un cigarro; se me hace mucho. Aunque no sé... En mis tiempos de estudiante me habrían obligado a escribir mil veces: No debo fumar en la escuela. En fin, ¿qué clases te tocaban hoy? Es importante que nos apeguemos al programa.

Al principio las clases mantenían el ritmo propio de las aulas, pero después, a partir de cualquier cosa –un dato, una duda, una lectura compartida– surgieron las conversaciones que giraban en torno a experiencias personales ocurridas en dos épocas distintas. El maestro, a través de las reflexiones y comentarios de su alumno, abandonaba algo de su aislamiento y hacía suyo un poco más del presente. Por su parte, Eduardo, al oír los recuerdos y las anécdotas de su profesor, retrocedía a un pasado que sin ser remoto le resultaba lejanísimo.

Aquellas tardes, gracias a un intercambio de vivencias espontáneo y desordenado –piensa Eduardo–, él y su maestro experimentaban la rara sensación de ser viajeros en el tiempo.