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Elenita y los Belzebúes
C

uando Felipe Calderón me expulsó ilegalmente de México en abril de 2011, utilizando unas viles triquiñuelas migratorias, me dolió bastante tener que dejar abruptamente a Maribel, mi casita de Cuxtitali, mis amigos, mi chamba, los libros, mi motocicleta, la gata Violeta. Pero lo que más pena me dio fue no poder encontrarme más con Elena Poniatowska Amor, la persona que en mis dos décadas en México más me ha gustado y he apreciado con gran afecto. Y que más he entrevistado, siempre para periódicos italianos.

Quizá sean su fama consistente de grande escritora, su precioso rol de entrevistadora impertinente a lo largo de más de medio siglo, su interacción con la historia de México, a lo que hay que añadir su carisma, pero son su bondad y simpatía, sus cálidas cualidades humanas las que funcionan más como imanes irresistibles.

La primera vez que la entrevisté fue justo después de la Convención Nacional Democrática de agosto de 1994 en Guadalupe Tepeyac, donde todos nos ahogamos en un galeón naufragado. Fue no mucho después, ya en el DF, que nos contamos nuestras experiencias del EZ y de Chiapas. Elena estaba muy orgullosa de que su hija Paula estuviese ayudando en la construcción de una biblioteca en la selva. Me dio mucho gusto que se definiera zapatista de hueso colorado y expresara un amor tan sincero por aquel México de piel oscura, encerrado desde hace cinco siglos en los sótanos del país.

Entendí entonces que, gracias a la llegada de un ejército de inditas en las familias de las clases altas en calidad de sirvientas y nanas –magistralmente descrita por Elena en Luz y Luna, las Lunitas y, 25 años después, por Alfonso Cuarón en Roma– se había operado una soldadura histórica, un corto circuito amoroso entre los dos extremos de la sociedad que puede salvar la República del racismo residual, que no es poco.

Ya con Hasta no verte Jesús mío, en los años 60, Elena Amor había rescatado una joya de biografía –la de Jesusa Palancares– que hubiera quedado sepultada en la fosa común de la historia y representa, increíblemente, en su parábola desde la ilusión revolucionaria a lavandera de lo ajeno en la periferia de la ciudad, la trayectoria del pueblo mexicano a lo largo del siglo XX.

Cuando enseñaba en la facultad de ciencias sociales de la Unach, a los estudiantes siempre les hacía leer algunas obras de Elena, con la convicción de que, leyéndola, iban aprendiendo de antropología, sociología, cultura e historia de México y gozando de buena literatura, porque además escribe divinamente.

Las razones reales de mi deportación y la forma en que ocurrió son como para contarse en otra ocasión. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar que cuatro meses antes fui mandado secuestrar por el ex presidente Calderón y que el intento de sembrarme droga fue frustrado por dos grandes mujeres que amenazaron a las autoridades con un escándalo mayúsculo. De no haber sido por Carmen Lira y Elena Poniatowska probablemente estaría aún pudriéndome en un bote chiapaneco.

Desde mi deportación, leo diariamente La Jornada de cabo a rabo y no acabo de comprender lo que pasa en México, especialmente después del triunfo de AMLO, que es –aunque hay, como el sub, quien lo niega– un triunfo del pueblo, el despertar de casi un siglo de engaños, de corrupción e impunidad de los poderosos, de traiciones y desilusiones a la sociedad.

Ahora, que AMLO pueda llenar este enorme vacío acumulado, queda por verse. Porque, a pesar de la confianza que le tiene Elena en cuanto a su honestidad, quedan grandes zonas de sombra sobre la aparente incomprensión de ciertos fenómenos y procesos. ¿Cómo se puede proclamar el fin del neoliberalismo y avalar y promover, al mismo tiempo, sus planes de desarrollo más destructivos, como la Transístmica, el Plan Puebla Panamá, los monocultivos de Chiapas, y ahora esta del Tren Maya?

Existen, en México, muchos especialistas –compañeros como Silvia Ribeiro, Andrés Barreda, Mercedes Osuna, y paro porque la lista es inmensa– que darían gratis preciosas contribuciones de conocimiento mucho más útiles y apegadas a la realidad que los consejos y pareceres interesados de los magnates de México.

Además de los dolorosos asesinatos de periodistas, una noticia que deja un amargo sabor en la boca son los ataques difamatorios en contra de la Fundación Elena Poniatowska, a pocos días de su cumpleaños 87, cuando en vez de felicitarla, es acusada de recibir 5 millones (como si se tratara de un delito y no de una merecida contribución del Estado). Lo grotesco es descubrir que la institución, en un año de vida, ha tenido que autosustentarse, sin contar con un financiamiento público por su actividad de difusión de la cultura.

Así, una idea tan generosa y patriótica como la de Felipe Haro, que había aconsejado a Elena no vender su precioso archivo a una universidad gringa, dejándolo a México como patrimonio nacional, se ve frustrada por la incompetencia y la mezquindad de unos burócratas de la cultura. Finalmente, he encontrado una respuesta al por qué de vez en cuando unos enemigos acérrimos de Elenita surgen de las tinieblas: al desarrollar su oficio de portavoz de los ángeles, que llenan sus páginas como un fresco infinito, desde las soldaderas de la Revolución hasta Tina Modotti y el Güero Medrano, no puede uno atizar la ira de los escuálidos satanases.

* Periodista