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Concierto en Venecia
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Periódico La Jornada
Sábado 25 de mayo de 2019, p. a16

Himnos, gospel, meditación, arte abstracto, ecos de Johann Sebastian Bach, asomos de los pioneros del modernismo en siglo XX, suspiros de los últimos románticos, siglo XIX, la vuelta al mundo en 80 acordes. Gritos, susurros, gemidos.

Keith Jarrett está sentado al piano. Solo, solito y su alma.

Improvisa, en el sentido más elevado del término improvisación, un arte de vario linaje y cuña reciente. ‘‘Improvisar –dice Jarrett– es la manera más profunda de establecer contacto con la realidad del momento a momento en música.”

En el territorio jazz, improvisar significa rondar un tema melódico: improvisar a partir de, acerca de, alrededor de, y verter sus cambios, matices, posibilidades sinfín. Pero el arte de la improvisación que fundó Keith Jarrett hace casi medio siglo, no tiene que ver con la estructura de las piezas o las secuencias de acordes. Es una poética.

El arte improvisatorio de Keith Jarrett no es convencional. Tiene sus raíces en el free jazz cuyas semillas sembraron Ornette Coleman, Albert Ayler y Cecil Taylor.

Es una estética del riesgo.

Búsqueda espiritual, como la emprendida por John Coltrane con su disco A love supreme, de 1964.

Cecil Taylor inauguró esta poética, este lindero de riesgos, en los años 60, cuando su larga cabellera hirsuta se tornó en trencitas, anudadas con moñitos de plástico de colores y a sus pies tendía la estancia sulfurosa de tenabaris y danzaba alrededor del piano y leía poesía, su poesía, y aporreaba el piano a puñetazos y el público tenía dos reacciones diferentes: o caía presa de su encanto y quedaba en su butaca, hipnotizado, en viaje, o salía despavorido de la sala de conciertos, como ocurrió en la Sala Nezahualcóyotl en los años 80.

Keith Jarrett, quien también embelesó en la Sala Nezahualcóyotl al público en aquella década, comenzó a ofrecer conciertos a piano solo en 1972, sin plan determinado, atento al latido de su corazón y a la quietud de su mente.

Entre 1971 y 1972, Manfred Eicher dedicó un segmento definitivo en su disquera, ECM, para grabar discos de piano solo protagonizados por Keith Jarrett, Paul Bley y Chick Corea.

Paul Bley es un capítulo aparte.La belleza de su música merece tomos enteros.

Facing you se titula el primer disco de Keith Jarrett para piano solo. Tres años después grabó el que a la fecha es su disco más exitoso: The Köln Concert, tan preñado de leyenda y realidad: lo hizo sintiéndose del carajo y en un piano desafinado, desvencijado, sin saber qué iba a suceder.

El disco que ahora nos ocupa, La Fenice, que en adelante nombraremos también como Concierto en Venecia, fue grabado en esa ciudad italiana en julio de 2006 pero es hasta ahora que Keith Jarrett decidió publicarlo como lo había hecho hace dos años con el álbum A Multitude of Angels, que recoge los conciertos grabados en vivo durante una semana, en 1996, en cuatro ciudades italianas: Módena, Ferrara, Turín y Génova.

En esos tiempos lidiaba con una rara enfermedad, que lo mantenía postrado: síndrome de fatiga crónica. Siguieron dos años de silencio, que rompió con uno de sus discos más hermosos, en 1999: The Melody at Night, With You.

El Concierto en Venecia, que hoy nos ocupa, contiene 12 tracks, numerados en romanos I a VIII, pero entre VI y VII inserta The Sun Whos Rays, de Gilbert and Sullivan y los tracks del 10 al 12 son los encores, o piezas de regalo: My Wild Irish Rose, Stella by Starlight y Blossom.

He aquí, en este disco, al gran Keith Jarrett en plenitud. Más de 70 minutos de invención pura.

Pulso, impulso, tiempo convulso. Un fluir desde complejidades abstractas hasta el blues más descocado, en continuidad de arroyo en rítmica incesante, tremor.

Las formas que perfeccionó Johann Sebastian Bach las domina Keith Jarrett con donaire, en especial el canon, esa manera majestuosa, de marcha sin fin, arroyo (en alemán: bach) cristalino.

Los recursos desarrollados por los compositores que inventaron el Modernismo a principios del siglo XX, los maneja Jarrett con desparpajo, al igual que el manierismo de los compositores más sólidos del periodo del Romanticismo.

El disco tiene tal ímpetu que el escucha cierra los ojos y claramente se ubica en una butaca del añoso teatro La Fenice, en Venecia, ese templo de la belleza sobreviviente a dos incendios y en medio de inundaciones.

Keith Jarrett pendula sobre el teclado, gime, gutura, impreca por encima de digitaciones de virtuoso. Góndola.

Discurso, alocución, cátedra. El Concierto en La Fenice es una confirmación del aserto de Keith Jarrett a propósito del arte de la improvisación:

‘‘En un concierto en solitario participan, como mínimo, tres personas: el improvisador, el compositor espontáneo y el tipo que escucha sentado frente al piano”.

Peter Rüedi observa: ‘‘Keith Jarrett lleva a sus espaldas no pocas transformaciones y más de una resurrección. La última fue la más dolorosa de todas: la salvación de la silenciosa oscuridad en la que lo había sumido el síndrome de fatiga crónica. El que emergió de esa crisis es un hombre diferente: más centrado, menos extravagante, con una energía más focalizada, más condensada, con un objetivo más definido.”

Medita Keith Jarrett: ‘‘dar conciertos en solitario es lo más parecido a una formidable sesión terapéutica de autoconocimiento. En cada caso sé perfectamente cuál es mi estado mental”.

Cierto: escuchar los discos a piano solo de Keith Jarrett es una manera de meditación. Se logra lo que en budismo se conoce como equilibrio de nuestros estados mentales.

El Concierto en Venecia es un hermoso estado mental.

Escuchemos, mi alma.

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