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Los que quedamos
Q

ue coincidiéramos en una fantasía fue la causa de que Aline Davidoff Misrachi y yo nos identificáramos desde el día en que nos conocimos, en una comida en un jardín, en algún momento de los primeros meses de la década de 1970.

Las dos soñábamos con haber bailado sobre la barra de alguna cantina del Viejo Oeste. Nos imaginábamos bailando, dormidas o despiertas, encantadas, ante vaqueros de sombrero, chaleco, botas y, por supuesto, chaparreras. Olorosos a caballo, tabaco, pólvora y alcohol, con pistolas en el cincho alineado de cartuchos.

Lo que respaldaba semejante ensoñación era que las dos teníamos cierta práctica en la danza, ella con estudios en la London Contemporary Dance School y luego con Waldeen. Y aun cuando Aline justificaba más que yo nuestra fantasía inconfesable, pues ella además llegaría a actuar, en teatro y en cine, ninguna de las dos pertenecíamos al medio en el que bailar sobre la barra de una cantina pudiera ser aceptable, no sólo porque las dos éramos del siglo XX, sino porque, sobre todo, éramos hijas de buenas familias, descendientes de inmigrantes, griegos, libaneses, polacos, estadounidenses, las dos nacidas en la Ciudad de México.

El tipo de Aline era otra especie de justificación para entretener sueños prohibidos, pues de naturaleza era sofisticada. No le bastaba, por ejemplo, que sus aretes fueran llamativos y nada comunes. Ella era capaz de prenderse uno solo de un par, o de combinar pares, disímiles entre sí, uno estrafalario y extravagante y el otro tan discreto que apenas si se hacía visible. Fuera su procedencia y su calidad la que fuera, los lucía, dos y hasta tres en una oreja. Lo que Aline usara, la manera en la que lo usara, le sentaba. Collares, anillos, pulseras. Qué nudos les hacía, a bufandas, mascadas, chales; qué caídas lograba darles. Lo que podría decir de sus faldas largas, de sus blusas, de sus sacos, coloridos, encontrados en qué rincón de qué armario, en qué gran tienda o en qué secreta buhardilla.

Aline era de estatura algo más baja que la normal, y por más ejercicio que hiciera siempre tuvo algo de sobrepeso. Intentó de todo. Cremas, dietas, fajas. Si le molestaba, no lo demostraba más que con un gesto de la ceja, entre crítico y burlón, con una risa ronca y breve, entrecortada. Antes de conocerla en persona, la imaginé a partir del comentario con el que oí a su mamá definirla. Tiene 13 años, entrando en 23. Y así de avanzada me lo pareció, desde mis 23 y sus 13 hasta mis 70 y sus 60, cuando murió. ¡Te extraño, Aline!

Un reconocido sicoanalista, el doctor Namnúm, la dio de alta, tras apenas un par de años de couch. Aline la rebelde, la fantaseosa, la osada, la anticonvencional. Aline sabía que ser dado de alta no significa que te has convertido en una persona responsable, estable y tatatá, sino simplemente que has llegado a saber de qué pie cojeas cuando sufres y cómo arreglártelas para aguantar y seguir.

No nos encontramos con mucha frecuencia, pero nos tuvimos presentes siempre, entre otras razones porque compartimos sobrinos, los hijos de su hermana y de uno de mis hermanos. Y compartimos intereses. Aparte de bailar y de actuar, Aline escribía. Poco antes de morir llegó a ser la Presidenta del PEN Club México y presentó su novela El sueño correcto . Nos dimos pésames por carta, nos invitamos a nuestros respectivos actos, nos felicitamos, siempre quedábamos de vernos para darnos un abrazo. Una vez coincidimos en París; una que otra vez coincidimos en exposiciones. En una de ellas me comentó en un susurro que extrañaba a Ekko, papá de su hijo. Y recuerdo una anécdota que me contó. En una escena de una de las películas en las que actuó tenía que correr hacia los brazos de su enamorado, que era un actor muy alto, y para alcanzarlo sin que el espectador advirtiera la desproporción de sus estaturas, Arturo Ripstein, el director, la hizo correr sobre una tabla elevada. Era trilingüe, y a los tres idiomas que dominaba, español, inglés y francés, les daba un acento particular, como avergonzada de dominarlos.

Cuando nuestra sobrina común me avisó que Aline había muerto, estuve a punto de exclamar: ¡Pobrecita! Me lo impidió recordar el comentario que en el funeral de otra querida amiga hizo alguien a mi lado cuando ante el féretro exclamé: ¡Pobrecita! Pobres de los que quedamos, dijo, así que lloré en silencio.