Editorial
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Una historia sobre gasto público
E

n septiembre de 2018, los integrantes de la VII ALDF –última antes antes de la instauración del actual Congreso de la Ciudad de México– celebraron calurosamente su propia labor y aseguraron no sólo haber solucionado los problemas y diferendos invariablemente en favor de los ciudadanos, sino también haber desempeñado su labor con cristalina transparencia.

Sin embargo, como suele pasar en la política, de inmediato se alzaron voces que rebatían esas afirmaciones y sostenían que en su gestión (2015-2018) los diputados habían sido, por un lado, improductivos y, por otro, despilfarradores. Esas voces fundamentaban sus dichos con cifras: por ejemplo –demostraban– el número de iniciativas y dictámenes era bastante menor y los gastos acumulados bastante mayores a los de las asambleas precedentes. Aludían, asimismo, a rubros vagamente definidos, como materiales y suministros o ayudas, subsidios y transferencias, y a otros como alimentación, abultados de manera sorprendente. Pero como también ocurre a menudo, los legisladores impugnados se defendieron atribuyendo a esos señalamientos intenciones puramente partidarias, y las cosas no pasaron a mayores.

En México, la revisión del gasto público en sus distintas vertientes se lleva a cabo mediante un proceso que siempre es laborioso, complicado y lento. Por ello, cada vez que las autoridades encargadas de auditar a los organismos gubernamentales dan a conocer sus observaciones y señalan las irregularidades que encuentran, éstas calan poco en la opinión pública, para entonces ocupada y preocupada por otros asuntos más apremiantes.

Tal vez por eso no fue recibido con gran atención el informe de revisión de la cuenta pública que la Auditoría Superior de la Ciudad de México (ASCM) le hizo llegar al Congreso local sobre el ejercicio presupuestal de la ALDF en 2017.

En dicho informe consta, entre otras cosas, que ese año la desaparecida entidad gastó en tóner, café y banderas casi 7 millones de pesos, suma con la que sin duda se puede adquirir un volumen casi industrial de esos productos, por lo demás bastante superfluos a la hora de redactar leyes. Se informa, asimismo, que cuando se auditó lo gastado por la asamblea en 2017, el encargado de hacerlo fue un cuñado del entonces secretario de la Comisión de Gobierno de esa legislatura que no puso mayor empeño en su examen: el total del gasto ejercido fue de casi 2 mil 107 millones de pesos, y la cantidad auditada sólo la invertida en el café, el tóner y las banderas.

No es posible reseñar aquí en su totalidad el informe comentado, ni elaborar un dictamen del mismo y del proceso de fiscalización a que se refiere, mucho más amplio y complejo. Pero incluso una mirada parcial permite aventurar que un estudio pormenorizado y exhaustivo de la cuestión sólo puede arrojar más evidencias acerca del manejo discrecional de recursos de la ALDF en el periodo señalado –pero no sólo en ese–, para reafirmar, por extensión, la necesidad de establecer mecanismos eficientes y confiables orientados a controlar mejor el gasto público y el ejercicio del mismo por parte de las instancias de gobierno.