Opinión
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La disculpa española ante 1992
C

uando en 1982 España convocó a los países de América Latina a que procedieran a celebrar el V centenario del descubrimiento de América: 1992, la mayoría de los gobiernos envió representantes sobrecargados del españolismo más rancio. Salvo los comisionados mexicanos, todos los demás concurrentes en 1983 en la reunión de República Dominicana, donde se crearía la Conferencia ad hoc, se presentaron bien dispuestos a decir ¡Amen!

Previamente, en una reu-nión en Tlatelolco de dos ministros y tres académicos convocados especialmente acordaron, con la venia del Presidente de la república, que no se podía proceder a organizar un fiestón para celebrar el hecho incontrovertible de la hecatombe que sobrevino en nuestro continente como resultado de la conquista y la colonización de América por la Corona de Castilla.

Deben tenerse presentes cifras válidas de que, en términos generales, durante los primeros 30 años: 1520-1550, la población indígena quedó reducida a la mitad, en tanto que se desmoronaban las grandes civilizaciones originarias. Pero después resultó peor, pues la caída demográfica, hasta 1650 fue de 90 por ciento. Es decir: de cada 100 pobladores originales que se toparon los europeos, a mediados del siglo XVII quedaron únicamente cinco.

Para hacer el trabajo que los peninsulares consideraban denigrante y pesado, fue entonces necesario traer negros a América en las condiciones más inhumanas imaginables.

Tampoco consideraba la comisión mexicana que fuera válida la idea de descubrimiento, desarrollada durante el siglo XIX, como si no hubiera habido anteriormente presencia humana digna de tomarse en cuenta. Pero la trascendencia de lo que sobrevino, bueno y malo, después de 1492, debía considerarse con seriedad, por eso, preferimos hablar de un encuentro de dos mundos, que comenzó a finales del siglo XV y comportó ventajas a la humanidad, pero también muchas, pero muchas, desgracias a los vencidos.

La reunión en Santo Domingo salió mal para los mexicanos. Salvo Costa Rica y Panamá, que se abstuvieron, todos los demás votaron en favor del planteamiento de España.

Recuerdo que en contra del documento que yo preparé, como secretario técnico de la Comisión Mexicana, el presidente de la Comisión Española, Luis Yáñez, a nombre de su gobierno, declaró que los indígenas americanos no habían sido capaces de concebir ideas abstractas. Supongo por ello no merecían consideración historiográfica.

Un año después, en Buenos Aires, gracias a la caída de varios gobiernos militares y a las gestiones de nuestros diplomáticos, se voltió el chirrión con el palito y todos los representantes aceptaron la posición mexicana, salvo la República de Chile, gobernada por Augusto Pinochet.

Aún hubo más. En una reunión llevada a cabo en Centroamérica, que me tocó presidir como representante de México, el señor Yáñez declaró que había aprendido una gran lección y que, después de haber visto las cosas con cuidado con el testimonio de calidad de la sociedad nicaragüense, pedía solemnemente perdón por todo lo hecho. Ante la fría respuesta del público, me preguntó con voz baja lo que me había parecido su comentario, a lo que yo le respondí que lo felicitaba y se lo agradecía, pero que debía tomar en cuenta que estábamos en Costa Rica…

La reciente carta del Presidente de México alborotó el gallinero del Nacional-Catolicismo, es decir el neofranquismo español, que a un planteamiento quizás inoportuno ha exhibido toda su vocación supremacista, además de no haber sabido aprovecharla para sanar un poco la herida que todavía está muy lejos de cerrar.

Ahora bien, quizá son peores los mexicanos que padecen el síndrome de Miramar y prefieren históricamente ubicarse del otro lado.