Opinión
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El infierno es la música de los demás
S

e reditó en 2018 un curioso libro de Carl Wilson, Música de Mierda (Blackie Books), en el que el autor, crítico cultural, escritor y articulista, examina los misterios que rodean el mal gusto musical analizando de cerca un artista popular que para muchos resulta totalmente insoportable, Céline Dion (si, precisamente la intérprete del éxito comercial My heart will go on– una de las cuatro canciones más populares de la historia –y la artista canadiense que más discos ha vendido alrededor del mundo), tomando como modelo el disco: Let´s talk abouth love.

Wilson demuestra que después de hacer sus gustos personales a un lado y reflexionar sobre el tema con una mentalidad abierta, la razón sobre por qué las personas respondemos de forma distinta ante una misma forma de expresión cultural tiene que abarcar un infinito número de variables entre las que destacan los rasgos personales, cognitivos, emocionales y experiencias específicas propias de cada uno, y lo más importante: que el aparato teórico que permite juzgar la música pop es tan inflexible y arbitrario como el crítico de la alta cultura más arrogante.

Sobre estos temas, Nick Hornby y Manolo Martínez abordan el prefacio y epílogo del libro, y Wilson a través de los doce capítulos, que incluyen la historia de la música de Canadá y la biografía de Céline, teje muy bien su argumento y por lo tanto no me ocuparé del libro en general si no de una serie de ideas que propone en los capítulos Hablemos de gustos y Hablemos de quién tiene mal gusto.

Allá por finales de los 70 del siglo pasado, Pierre Bourdieu se ganó el mérito de haber sido uno de los primeros en definir el gusto como una forma de diferenciarnos de los demás. Y en aquella definición inaugural sostenía que interactuamos con una serie de asociaciones simbólicas para diferenciarnos de quién ostenta un status social inferior al nuestro y con la intención de aspirar al status que creemos merecer. Que no nos parezca poca cosa, porque en las décadas siguientes esta idea se posicionó como una forma de explicar el buen gusto en una sociedad. Y todavía hay quienes piensan lo mismo.

Bourdieu decía en La distinción que quienes cuentan con mayor capital cultural –activos sociales como educación o una gran capacidad de movilidad social– son quienes determinan lo que se denomina buen gusto. Mientras que los que poseen menos capital cultural generalmente aceptan ese gusto y, lo más importante, aceptan la diferencia entre alta y baja cultura como algo legítimo y natural. En estos términos, la distinción se reduce a ser cool.

Sobre este mecanismo, el francés sostenía que cumple una función muy importante en el campo de las dinámicas sociales, ya que no ser cool puede mermar nuestras oportunidades en distintos campos como el laboral, el profesional, nuestra seguridad elemental e incluso nuestra vida sentimental.

Como se ve, Bourdieu asignaba a la posesión de capital cultural un lugar central dentro de su propuesta, aunque se trataba de un trabajo un tanto empírico que no consistía en descubrir algo que ya estaba; por decirlo de alguna manera, de hacerlo aparecer por primera vez como el resultado de una investigación científica.

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¿Y cuál era uno de los ejemplos más convincentes de esta idea que nos pone algo ente los ojos por primera vez? Una idea por la cual se dice que para que alguien sea cool otro alguien debe serlo menos que el primero. Para sostener su propuesta, Bourdieu postuló un sistema marcado por la desigualdad y la competencia, en cual puede evidenciarse la estructura social de la división de clases con las estrategias colectivas que intentan aprovecharla o combatirla. En este sentido, la distinción ayuda a explicar la rapidez de los cambios artísticos: también los artistas buscan distinguirse o no entre ellos. En este sentido, la distinción ayuda a explicar los cambios artísticos.

Pensemos en un caso concreto: David Bowie. Los discos que hizo con Brian Enno están contagiados con música que se bailaba en Berlín y que resultaba muy diferente a lo que se bailaba en otras partes del mundo. En su faceta como productor, trató de cambiar la lealtad que Iggy Pop mantuvo al rythim and blues y al rock minimalista de Lou Reed. Su estilo consistió en mantener una absoluta libertad como artista y en más de una ocasión declaró que prefería morir antes que convertirse en un clásico. En cualquier caso, Bowie es el claro ejemplo de lo que significó marcar una diferencia entre los artistas de su época, de modo que el lector de Bourdieu podía decir: ¡qué verdad! ¡No estaba equivocado!

Por un lado, la propuesta obligaba a considerar el papel de la competencia enciclopédica como un elemento importantísimo dentro de la dinámica de la distinción, pero, por otro, inducía a una reflexión sobre la construcción de criterios que marcaran los estándares de lo que se debe considerar como alta y baja cultura. En fin, que a los ojos de Bourdieu aquella propuesta reafirmaba lo que ya antes había dicho T.S. Eliot: la alta cultura es patrimonio de una elite y esa es una condición esencial para la preservación de la calidad de la cultura.

Carl Wilson demuestra en su libro que el francés no tiene razón al ciento por ciento. Aunque reconoce que existe una correlación entre gustos y estatus social, existen otros factores importantes a la hora de determinar gustos. Y lo significativo es que señala que podemos amar la belleza, disfrutar la música, crear imágenes y debatir sobre ellas sin buscar una ventaja competitiva.

En resumen, Música de mierda demuestra que no existe la música buena o mala, sino gente que hace música, y a quien le gusta y cuando esta está bien hecha las personas sólo quieren escucharla. Juzgar a las personas por sus gustos, tanto si se decantan por Céline Dion como por una sinfonía de Schubert, dañaría de forma innecesaria su autoestima. Brindemos, pues, por esta propuesta original y estimulante sobre los gustos de los demás.