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Leonard en Montreal
Foto
▲ Mural con la imagen de Leonard Cohen visto de la céntrica calle Sherbrooke, en Montreal, Canadá.Foto Hermann Bellinghausen
L

o que a México es el cerro de Chapultepec, Montmartre a París, Divisadero a San Francisco, es Mont Royal a Montreal, cerro que hasta da nombre a la ciudad. Desde allí se divisa la bella urbe fluvial de clima extremo, y de manera destacada, si uno mira hacia la ciudad vieja, un muro de muchos pisos con un retrato monumental de Leonard Cohen, el canadiense más amado en el mundo, hijo pródigo de esta ciudad donde nació en 1934, tuvo una infancia feliz, azorada por la guerra en Europa, el Holocausto judío, la figura irresistible de Hitler (su tercer poemario lo tituló Flores para Hitler). Donde se sazonó en el hedonismo rebelde, y pronto fue escritor de primer orden. Nieto de un gran rabino, Leonard creció en una familia religiosa y acomodada de la que se benefició sin ceder en su impulso de poeta gentil y pagano, amante sin pudor, doliente en su propio dolor, admirador apasionado de las mujeres, a quienes al final de su carrera agradeció haber sido exceptionaly kind to my old age.

También visible desde la universidad McGill, donde Leonard estudió literatura inglesa, el mural lo presenta ya mayor, con su famoso sombrero y esa mirada irónica y amable siempre entre reír y llorar. Pero el Cohen de Montreal es joven. En cierto sentido, otro. Antes de ser trovador famosísimo, se estaba convirtiendo en la novedad de la literatura canadiense ya desde finales de los 50, con poesía y narrativa de primer orden. El juego favorito (1963) relata en clave juvenil, con su dosis de Miller y Kerouac, la maduración de su alter ego Breaveman, muchacho ávido de amor y sexo convencido de que los poemas hacen que las cosas sucedan, en eterna vagancia y fuga de las calles de Montreal. Pertenecía a una doble minoría lingüística (yidish e inglés entre francófonos), judío entre católicos. Así como no hay canadienses, tampoco existen los montrealenses. Pregunta a cualquiera quién es y te dirá su origen étnico, escribe en El juego favorito.

Esa novela y la magistral y oscura Hermosos perdedores (1966) lo prefiguraban como un novelista notable, creador de belleza radiante con el idioma, y una nueva manera, directa, desnuda, de expresar los sentimientos con sus miserias y asegunes, las crueldades del amor y el deseo. Una prometedora exploración de la culpa (por sobrevivir el Holocausto, ser hijo de los asesinos de Cristo, infiel a Dios y a las mujeres, cobarde, lento, masoquista, mentiroso). Establece un romance con la vida en su plena luz y oscuridad.

En Montreal descubre a Hank Williams, y forma un grupo country, The Buckskin Boys, del cual no quedan huellas. Al final de su periodo montrealense descubre al artista, siete años menor que él, que un lustro más tarde lo inspirará para cambiar enteramente y encarnar al poeta en otro Leonard. Decidió reinventarse, igual que Bob Dylan.

Formado en mejores escuelas y en una ciudad mucho más interesante que el pueblo de Dylan, y habiendo viajado a Cuba, Francia, Grecia mientras el joven Zimmerman se tenía que inventar una biografía precoz desde el culo del mundo, como dicen los gallegos. A los 33 años Leonard imita la migración de Dylan a Nueva York. Se presenta en la misma disquera (donde Dylan creara los mejores trabajos de su vida), logra que Bob Johnston, productor de Blonde on Blonde, produzca su primero disco, Songs of Leonard Cohen (1967).

El mundo perdió un escritor y ganó un trovador medio profeta que llenaba teatros como su abuelo llenaba templos. Abandonó el papel por el vinil, sólo escribiría un libro más, comparable a sus novelas, en una prosa poética y comentada que recuerda al novelista que ya no fue: La muerte de un mujeriego (1978), sin relación con el disco del mismo nombre (1977).

El primer Cohen, trunco, ya mostraba sus claves trovadorescas que devendrían célebres y celebradas. Aquel Leonard cedió paso a uno más mundial. En las costas de Grecia había tocado la guitarra para sus amigos a principios de los 60. Quizá en Hydra se descubrió entretenido y seductor al hacer visible su voz de oro. Si la poesía hacía que las cosas ocurrieran, apostó todas sus fichas en ese número y vivió el resto de su larga vida rodando en Boogie Street, lento, procastinador, iluminado, artífice de un repertorio cargado de belleza y felicidad poética.

Pero todo empezó en Montreal.