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El estante de lo insólito

Los caballos y la gran dinastía equina

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Era lindo mi caballo, / era mi amigo más fiel, / ligerito como el rayo, / era de muy buena ley.”

Corrido El Cantador. Compositor Nicandro Castillo Gómez

C

uando los españoles tocaron tierra en Veracruz se adentraron con pertrechos de guerra, escasez de comestibles, cascos y espadas que pesaban el doble en la jungla y, particularmente, un transporte regio y eficaz: caballos. Muchos indígenas pensaban que los hombres blancos y barbados que se adentraban en su tierra y el animal que les sostenía eran uno solo. Sin conocimiento sobre las mitologías del Centauro, pero con una cosmogonía compleja y llena de elementos sobrenaturales, los nativos concedieron a su visión alcances míticos. Esos seres andantes en cuatro patas robustas cimbraban el camino que tocaban.

Un caballo en cada sitio

Doscientos cinco huesos sostienen la aerodinámica de uno de los animales más imponentes y elegantes del planeta. Han estado –y están– en la agronomía, las competencias, el arte y la guerra misma. Los dichos de caballos aclaran o definen ideas, filosofías completas o posturas respecto de múltiples temas. Es común decir que caballo que alcanza gana, o al que le está yendo bien va en caballo de hacienda.

La historia registra muchos caballos legendarios y de ninguna manera se explican pasajes históricos sin la presencia de los equinos en cualquiera de sus razas, que alcanzan muchísimas variedades morfológicas y de pigmentación.

Se puede pasar por los caballos de guerra, metidos siempre en la trinchera de las lanzas y espadas, los arcabuces y los cañones, o enmarcando los ceses de la batalla como en la pintura La rendición de Breda (Diego Velázquez, 1635) y hasta los tropiezos de monta e iluminación de fe del apóstol Pablo con la deslumbrante estética de Caravaggio en Conversión de San Pablo (1601). Y de ahí hasta la estrategia militar con el mítico embuste militar del Caballo de Troya, cuyo interior guarecía a los mejores guerreros griegos para conquistar desde el interior a la ciudad fortificada.

El arte ecuestre

Sería Eadweard Muybridge el fotógrafo que instrumentó en 1878 una cámara de alta velocidad para probar que los equinos despegaban en algún momento las cuatro patas del suelo. El artefacto se conocería como el fusil fotográfico de Muybridge y captó en fragmentación de segundos (técnica conocida como cronofotografía) a un caballo de carreras con las cuatro patas al aire, algo imposible de captar a simple vista por la observación humana. La carrera de ese equino (12 fotografías captadas en medio segundo y conocidas como El caballo en movimiento) le dio de paso un empujón al desarrollo técnico de la fotografía, lo que se convertiría en el cine.

El arte ecuestre va desde la crianza y adiestramiento hasta las representaciones artísticas de los corceles. En muchos países hay obra en pintura (desde las rupestres), escultura (lo mismo barro que cerámica o bronce) o artesanía con los caballos como piezas de gran distinción. Se sabe también que las jerarquías del arte para perpetuar a ciertos líderes marcaban la gran diferencia cuando el representado montaba a caballo.

El corcel agiganta, y con ello muestra la importancia de aquel que eleva sobre los demás, sea Napoleón, Bolívar, Washington, Juana de Arco o Francisco I. Madero.

Hay monumentos emblemáticos con equinos, como el que monta Pancho Villa en la escultura del cerro de la Bufa, en Zacatecas; la de Emiliano Zapata, en Toluca; El caballito de Tolsá, con Carlos IV, y hasta el caballo figurado de acero creado por Sebastian en Ciudad de México.

La gran expresión de dolor en el caballo cercenado del Guernica de Picasso, es uno de los grandes momentos de la plástica mundial. Elemento protagónico de la obra del pintor español, el corcel distiende sus miembros fragmentados por el bombardeo, donde la gente cae herida en torno suyo, igual que otros animales que estaban en la Villa Vasca de Guernica el fatídico 26 de abril de 1937.

La lengua del caballo es un cuchillo, como el dolor inmenso que surge desde adentro después de las heridas (predominantemente una lanza) y que después de la sangre y la muerte es una especie de rugido social.

Las carreras

Las carreras de caballos han sido tradicionales en el mundo. Los espacios de competencia, sea en campos abiertos o en hipódromos establecidos, convocan siempre a millones de aficionados y representan una industria independiente de las otras actividades de crianza.

Los caballos de carreras (llamados tradicionalmente purasangre, cruza surgida del caballo inglés con otras razas) son los mejores para educación equina, además de ser los más rápidos.

El jinete mexicano Víctor Espinoza ganó la famosa Triple Corona (que incluye el gran encuentro del Derby de Kentucky) en Estados Unidos montando a American Pharoah.

De acuerdo con estimaciones de diferentes sitios web, agrupaciones de competencia y contabilidad animal internacional, México es el tercer país (detrás de China y Estados Unidos) con el mayor número de caballos del mundo; sin ellos, la charrería no existiría.

Los corridos

Como fuerza de carruajes, traslado de herramientas en labores agrícolas, campear en actividades de apoyo en ganadería, los caballos pasan también por el adiestramiento en competencias de belleza equina y los concursos de alta escuela, como la equitación, de donde vienen las pruebas de salto en recorridos de mucha dificultad. A raíz de eso existen los espectáculos, a partir de las añejas presentaciones de cuadrillas de caballos en el circo hasta cosas como el Espectáculo Internacional Ecuestre de Antonio Aguilar, quien, sin poder competir con figuras de su época, como Pedro Infante, Jorge Negrete o Miguel Aceves Mejía, quienes invertían mucho en atuendos y elementos espectaculares en su entorno, entrenó una yegua para conformar una rutina que lo lanzó al éxito.

Uno de sus discos más vendidos (en una carrera que hacía discos de platino como conchas de pan) fue, precisamente, 15 corridos de caballos famosos (lanzaría versiones con mariachi y tambora del álbum completo). Aguilar fue quien mayor relación tuvo con los equinos en pantalla, con cintas como Mi caballo El Cantador, La yegua colorada, Caballo prieto azabache o El Moro de Cumpas. Siete leguas el caballo que Villa más estimaba, versa el corrido compuesto por, sobre el cuaco querido de Pancho Villa, quien, como muchos líderes de guerra en el mundo, tuvo afectación por su altivo corcel de campaña. Emiliano Zapata tuvo a As de Oros. Los dos caudillos están en el cine mexicano con todo y cuacos.

Animal cuatraibo

El séptimo arte tiene muchos equinos protagonistas o con presencia destacada, como los corceles árabes que definían gesta de afrenta en carrera contra el poder romano en Ben Hur (William Wyler, 1959); el emotivo relato de El corcel negro (1979) de Carol Ballard, con muy buenas secuencias de carreras; el seguimiento sobre cuaco en riesgo en Caballo de guerra (Steven Spielberg, 2012); el británico vuelto indio sioux adoptándose cuaco de carga y pelea en Un hombre llamado caballo (Elliot Silverstein, 1970), antecedente de Danza con lobos (Kevin Costner, 1990); Robert Redford actuó y dirigió la historia de amor y cercanía entre el hombre y los equinos en El señor de los caballos (1998); el largometraje animado Spirit (Kelly Asbury y Lorna Cook, 2002) hacía el repaso histórico de la conquista de las tierras indias, con el ángulo del dominio de los caballos salvajes y la amistad fabulada con los hombres, y el documental Buck (Cindy Meehl, 2011) demuestra que la instrucción equina puede conducirse sin castigar a los caballos.

Animal cuatraibo, terminado en piel, como definía al caballo el gran cómico Eulalio González Piporro, fue compañero clave de varios enmascarados campiranos del cine mexicano, emulando al Tornado, de El Zorro, o a Silver, de El Llanero Solitario, como Gastón Santos y Rayo de Plata, en El grito de la muerte (Fernando Méndez, 1959); Luis Aguilar y Plata, en La máscara de hierro (Joselito Rodríguez, 1960), y Antonio Aguilar y Palomo en El norteño (Manuel Muñoz R., 1963); entre muchos otros.

También existió un maligno corcel llamado Satán, en El caballo del diablo (Federico Curiel, 1974), y cómo olvidar al cuaco dicharachero, coqueto y bebedor de Un par de sinvergüenzas (Julián Soler, 1963; también conocida como El caballo que canta), donde Luis Aguilar competía en echadas y cantadas con su caballo Pinto (con voz de David Reynoso), o al caballo de gran escuela, Kamcia, que acompañaba en todo a Pedro Infante en La oveja negra (Ismael Rodríguez, 1949).

Los trotes que quedan

Don Quijote tenía a Sancho Panza, pero también a su caballo Rocinante, aliado indispensable para enfrentar amenazantes molinos de viento; El Cid Campeador avanzaba con el garbo que complementaba la monta de Babieca; la cabeza de un caballo marcaba destino en la narrativa de El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972), mientras los caballos son guardia y ataque certero en el ajedrez; es un caballo el que antecede al rey como carta máxima en la baraja española y la fuerza de los bólidos del mundo automotor se miden en caballos de fuerza, y siempre fascinan los carruseles o tiovivos (quizá pocos igualables en México a los que confecciona el artista de la madera Agustín Parra en Tlaquepaque, Jalisco) como un componente esencial de los parques de diversiones; la foto que se quiere siempre, como la de los añejos ponies o caballos de madera con que se recordaba el lugar o la vacación enmarcada en el recuerdo. Son los trotes que quedan.